Los brasileños, entre la esperanza y el miedo
Hasta ahora el debate electoral ha estado centrado en lo que los brasileños no querían: la pelea entre los candidatos
Basta salir estos días a la calle y hablar con la gente -algo muy sencillo entre los brasileños siempre dispuestos a contar su vida- para percibir que Brasil se mueve en estas elecciones entre dos sentimientos contrapuestos: la esperanza y el miedo. Esperanza de mejorar su vida, como ha quedado claro del último sondeo de Datafolha que revela que el 74% de los brasileños desea que las cosas cambien. No se conforman con lo que tienen.
Ese sentimiento lleva implícito un fuerte deseo de mejoras a todos los niveles, no solo materiales sino, por ejemplo, también de ampliación de la democracia. Es como si dijeran "es posible mejorar nuestra calidad de vida". Significa también que los brasileños se han vuelto más exigentes con sus gobernantes. Ya no aceptan todo pasivamente, como en el pasado, aprisionados por una atávica resignación, triste herencia de la esclavitud.
A ese sentimiento, a ese grito de mejora y de esperanza de un futuro inmediato -el que los padres de millones de brasileños desean para sus hijos- se opone una sensación de amargura y desencanto, como si preguntaran: “¿Quién nos ofrece hoy esa esperanza de algo mejor? O el terrible y no verdadero “todos son iguales”.
Hasta ahora el debate electoral ha estado más centrado justamente en lo que los brasileños no querrían: la pelea entre los candidatos; aquello del “y tu más” (es decir, más corrupto, más mentiroso), que ofrecía una sensación de miedo más que de esperanza.
No es ningún secreto que los brasileños -incluso los millones de familias que salieron de la miseria y ya no solo no pasan hambre sino que tienen hasta televisión de plasma- están insatisfechos con sus gobernantes. No que sean ingratos, que no reconozcan lo que en estos últimos 20 años ha mejorado Brasil, sino que no son tontos y saben que en este país rico se desperdician billones que se diluyen en los ríos sucios de la corrupción; que la gente gana más que ayer, pero que la inflación galopante les ha llegado como un verdadero asaltante que les exige volver a repensar la compra al ir al mercado; que les crea miedo de pedir un nuevo crédito por miedo a los intereses, que son de los más altos del mundo y que ya han endeudado al 50% de las familias.
Los brasileños saben que, al contrario de otros países de este mismo continente latinoamericano, Brasil goza aún de una democracia formal donde existe la libertad de expresión, pero saben también que la clase política actual no responde a las exigencias de cambio y de limpieza ética que exigieron en las manifestaciones de 2013. No les gusta cómo los políticos gestionan la vida de la gente y querrían cambiarla.
¿Por qué no lo hacen con el voto? Es algo que se deberían preguntar, sobre todo, aquellos candidatos que aseguran haber recogido la bandera del cambio. Como mínimo habría que decir que ninguno parece haber sido capaz de convencer de ello a la mayoría. Y los que han preferido esta vez el arma del miedo contra la esperanza han acabado siendo más eficaces con la amenaza de que todo podría ser aún peor.
A veces los analistas políticos insisten en que el problema es que los candidatos no han presentado medidas concretas de cambio; programas detallados. Creo que exageran. Si juntáramos todo ese mar de promesas que ha salido estos meses de campaña de la boca de los candidatos y las colocásemos todas en una cesta, a la vista de los brasileños, veríamos que hay material más que suficiente para llevar a cabo ese cambio que el país está esperando. Me atrevería a decir que no ha habido nada de lo que se pidió en las calles el mes de las protestas que no figure en las promesas electorales. Todos han prometido todo y más: desde transportes mejores y gratuitos, a la creación de nuevos hospitales y formación de nuevos médicos; desde escuelas a tiempo integral a cientos de reformas políticas.
¿Por qué entonces esa falta de esperanza, ese escepticismo que se advierte en la gente estos días? ¿Quizás porque en realidad no creen en esas promesas, que se repiten como un mantra en todas las elecciones y que acaban siempre la mayoría de ellas en el olvido?
Los políticos lo saben, y como lo saben y hasta ahora ha funcionado siguen repitiendo la obra teatral cada cuatro años.
Esta vez, sin embargo, por lo que se escucha -sobre todo entre los más jóvenes que serán los votantes del mañana- las cosas podrían ser diferentes en un futuro inmediato.
Las manifestaciones de 2013, a pesar de haber sido instrumentalizadas por los que provocaron o permitieron que las aguase la violencia, siguen ahí. Humilladas, pero no muertas. Quizás esta vez, a la espera de ver si estas elecciones (y los que acaben ganándolas) las van a tener de verdad en cuenta o si nutren la esperanza de que sus cenizas se han apagado.
Los políticos, los responsables de los destinos de este país-continente, rico y con voluntad de seguir mejorando, podrían dedicar estos días unos minutos a examinar lo que está ocurriendo con las protestas en calles y plazas de Hong-Kong, a las puertas de la gran China, exigiendo mayores libertades democráticas. Si las autoridades chinas creyeron que las manifestaciones de Tienanmen que hace 25 años sacudieron al mundo habían muerto para siempre, se han equivocado. La protesta ha vuelto y como siempre, está protagonizada por los jóvenes que son los herederos del futuro.
Se equivocan siempre aquellos que apuestan contra la esperanza, porque es como el amor, el único motor capaz no solo de hacer crecer a un país sino sobre todo de hacerlo más feliz.
Alguien escribió que el mundo “será no de quien más lo ame, sino de quien mejor se lo demuestre”.
Y el amor se demuestra más con una centella de esperanza que con un bufido de miedo.
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