Un conservador revoluciona Canadá
El primer ministro Stephen Harper capitanea desde 2006 la transformación de un país sacudido por el auge del petróleo y la nueva inmigración
Como Ronald Reagan en Estados Unidos o Margaret Thatcher en Reino Unido, el primer ministro de Canadá, Stephen Harper, pertenece a la estirpe de gobernantes que aspiran a algo más que gobernar. Cuando abandonan el poder han transformado para siempre su país. El conservador Harper ha sido reelegido dos veces desde la primera victoria, en 2006, y aspira a un cuarto mandato en 2015, que le colocaría entre los cinco jefes de Gobierno canadienses más longevos.
Con Harper se diluye el viejo Canadá: el país de los consensos y el Estado de bienestar, el que situaba su centro de gravedad en la provincia francófona de Quebec y su vecina, la anglohablante de Ontario, el que tenía en el Partido Liberal el partido natural de gobierno, la Escandinavia norteamericana.
Y emerge otro Canadá. Un país que mira menos a Europa y más a Asia. Un país donde la explosión del petróleo ha alterado los equilibrios económicos y el poder se ha desplazado a las provincias del Oeste, más cercanas culturalmente a Estados Unidos. Más desacomplejado y menos atado al multilateralismo, seña de identidad de la política exterior canadiense en el siglo XX.
Harper nació en 1959 en Ontario, pero a los 19 años se trasladó al Oeste, a Alberta, para trabajar en la industria petrolera. Llegó al poder bajo el estigma, entre sus detractores, de ser un George W. Bush canadiense, el hombre que americanizaría Canadá. Ahora es, después de la alemana Angela Merkel, el líder más veterano del G7. Y seguramente es el más conservador de grupo. “El líder del mundo libre”, le llaman algunos en la derecha norteamericana, para señalar que Barack Obama no está a la altura.
Canadá —35 millones de habitantes; el segundo país más extenso del mundo después de Rusia— ha abandonado el protocolo de Kioto, el acuerdo internacional para combatir el cambio climático. La retórica nacionalista y militarista, un estilo de gobierno polarizador, el apego a los símbolos de la corona británica —Canadá es una monarquía constitucional— y la defensa de un Estado más débil en la economía y de políticas de ley y orden lo distinguen de la mayoría de sus antecesores en el 24 de Sussex Drive, la residencia en Ottawa del premier canadiense.
El nuevo Canadá: casos recientes
1. Reivindicación del Ártico—- El anuncio, la semana pasada, del descubrimiento de los restos de uno de los dos barcos de la expedición de Sir John Franklin, que desapreció en 1846 en las aguas árticas, ha sido uno de los momentos estelares del primer ministro Stephen Harper. Le sirvió para reivindicar la identificación de Canadá como nación nórdica y reafirmar la soberanía en el Ártico.
2. Apoyo a Netanyahu—- Es difícil encontrar entre los países occidentales un primer ministro que haya apoyada con tanta claridad al Gobierno de Israel durante la última guerra de Gaza, este verano. La sintonía entre Harper y su homólogo israelí, Benyamín Netanyahu, contrasta con la relación tirante de Netanyahu con el presidente de Estados Unidos Barack Obama.
3. Disputa energética con EE UU—- La construcción del oleoducto Keystone XL, que debe transportar el petróleo desde las arenas bituminosas de Alberta al Golfo de México, en EE UU, es el motivo de una intensa disputa diplomática entre Canadá y EE UU. La Administración Obama se resiste a otorgar el permiso para construir el oleoducto. Canadá busca alternativas para llevar el petróleo a Asia.
El politólogo Stephen Clarkson, profesor de la Universidad de Toronto, constata “un cambio básico en la naturaleza política interna y también en la posición de Canadá en el mundo”. Clarkson es coautor de Trudeau and our times (Trudeau y nuestra época), la biografía de referencia del primer ministro Pierre Elliott Trudeau, el refundador del Canadá moderno y padre de Justin Trudeau, actual líder del Partido Liberal, que aspira a derrotar a Harper en las próximas elecciones. “En política interna el cambio fundamental no es de Harper sino del [desplazamiento del] centro de gravedad de Ontario a Alberta dada la explotación de los recursos petrolíferos, con un cambio del centro de gravedad político de Ontario hacia Calgary y Edmonton”, dice en alusión a la capital del petróleo y la capital administrativa de Alberta.
Darrell Bricker y John Ibbitson hablan del fin del consenso laurentiano, el consenso de la élite de la cuenca del río San Lorenzo, que vive en el corredor que va de Montreal a Toronto, pasando por Ottawa. Ibbitson, periodista del diario Globe and Mail, y Bricker, consejero delegado de Ipsos Public Affairs, han escrito The Big Shift (El gran cambio o desplazamiento), un ensayo que marca el debate sobre el nuevo Canadá de Harper.
“El gran cambio empieza probablemente hacia 1970, con el cambio en la composición de la inmigración a Canadá: empezamos a ver más gente de Asia. Pero también con la transición de población: el movimiento de gente y poder a Ontario, sobre todo en las afueras de Toronto, y al oeste de Canadá. Es muy diferente de cómo funcionaba el país antes, como una Entente Cordiale entre Quebec y Ontario”, dice Bricker. “Existía la idea de tres culturas fundadoras: la francesa, la aborigen y la inglesa. El desplazamiento del poder ha reducido el peso del francés en el país: 2011 fue el primer año en una generación en que [el porcentaje] de personas que decía hablar francés declinó. Debido a la gran inmigración, la población aborigen también se ha convertido en una parte menor de la población total. Canadá acepta entre 250.000 y 300.000 inmigrantes al año, más que ningún otro país en proporción por habitante, y la mayoría viene de Asia”. Las viejas identidades —francesa, inglesa o aborigen— importan menos. El pacto fundacional se tambalea. El multiculturalismo, promovido por Pierre Elliott Trudeau, remodeló el país pero ha contribuido a erosionar las élites que lo instauraron.
Harper, escriben Bricker e Ibbitson, ha construido una coalición entre, de un lado, el nuevo Canadá de los inmigrantes, y, del otro, del Canadá blanco de los barrios residenciales, las zonas rurales y el Oeste. Si durante el último medio siglo fueron quebequeses francoparlantes quienes manejaban los resortes del poder —Trudeau fue el más destacado— ahora son canadienses occidentales. Bricker e Ibbitson recuerdan que el primer ministro tiene su feudo en Alberta, casi la mitad de su grupo parlamentario viene del Oeste o el Norte y la presidenta del Tribunal Supremo es occidental.
“[Las] políticas de [Harper] son extremas: no habíamos tenido esta experiencia hasta ahora en la historia canadiense”, dice Clarkson, quien lamenta el declive del peso de Canadá en el mundo.
“Harper ha intentado mover el país hacia la derecha”, admite Peter Coleman, presidente de la organización conservadora Coalición Nacional de Ciudadanos, un cargo que Harper ocupó antes de ser primer ministro. Pero matiza: “Ni de lejos es tan conservador como cuando presidía la Coalición Nacional de Ciudadanos”.
Los cambios requieren tiempo. Canadá mantiene el sistema de salud público, el rechazo a la pena de muerte y una cultura política proclive al consenso. Nunca será Estados Unidos. Pero tampoco es el Canadá de siempre. “Lo que significa ser canadiense está en plena transición”, dice Bricker. “Y es probable que Stephen Harper haya sido el primero en entenderlo”.
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