Tokio justifica el giro en su política de seguridad por la amenaza china
La población rechaza las reformas constitucionales propuestas por el Gobierno
No hay día en que la prensa nipona no se haga eco de nuevas “intrusiones” chinas en las islas Senkaku, cuya soberanía se disputan los dos países, o en las aguas que rodean el minúsculo peñón de Okinotorishima, cerca de Taiwan. O de lo que dicen las encuestas del país vecino respecto a la posibilidad de que se desate un conflicto militar. O de la carrera que mantienen los primeros ministros por sellar acuerdos comerciales y de cooperación con el mayor número posible de vecinos.
Por lo que respecta a la política exterior, todo para Tokio pivota en torno a China, su expansionismo y la nueva dinámica geopolítica regional. “Hay temor a que Japón no sea capaz de responder adecuadamente a los retos que tiene por delante, que entonces su poder como nación se viera reducido y que, en consecuencia, la política japonesa se convierta en un auténtico caos”, sostiene Shinichi Kitaoka, director de investigación del Instituto Internacional de Análisis Político y asesor del primer ministro, Shinzo Abe, en política de seguridad.
Sobre esos temores, el conservador Abe ha introducido reformas sutiles pero sustanciales en materia de política exterior y de seguridad que cambian de forma considerable el marco en el que se ha movido el país desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El Ejecutivo no ha dudado en poner fin a una década de recortes en el gasto militar, ha abierto la posibilidad a que las tropas japonesas participen de forma activa en misiones colectivas en el exterior y puedan hacer uso de la fuerza y ha suavizado las limitaciones existentes a la exportación de armas.
“Los cambios en los equilibrios del poder global, los rápidos avances en la innovación tecnológica y la proliferación de armas de destrucción masiva han elevado las tensiones en la región de Asia Pacífico y eso propicia una situación en la que cualquier amenaza, independientemente de dónde se produzca, podría acabar teniendo una influencia directa sobre la seguridad de Japón”, explica Katsuro Kitagawa, director de Política de Seguridad Nacional, en una de las salas del Ministerio de Asuntos Exteriores en Tokio ante un grupo de periodistas extranjeros.
En la Constitución —impuesta por EE UU en 1947, tras la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial—, el país renuncia a la guerra. El artículo nueve le prohíbe tener “fuerzas de tierra, mar y aire así como cualquier efectivo armamentístico”. Desde entonces, sucesivos gobiernos nipones han reinterpretado el texto constitucional hasta permitir el establecimiento de las denominadas fuerzas de autodefensa, sin que ello haya implicado una reforma del texto constitucional y, por tanto, la celebración de un referéndum. De celebrarse, según una encuesta publicada por el periódico The Nikkei, el 50% de la población rechazaría los cambios y sólo contarían con el apoyo del 34% de los japoneses.
El Gobierno de Tokio argumenta además que “la nueva generación de armamento es muy costosa”. “Necesitamos establecer programas de desarrollo junto con terceros países”, asegura Kitaoka. Abe quiere hacer de esta industria un pilar de la nueva estrategia de revitalización económica y ya ha establecido acuerdos para desarrollar y producir diferentes tipos de armamento con Francia, Reino Unido o India.
En su estrategia por contrarrestar el creciente poder chino, Tokio acompaña estos cambios con una nueva campaña para intentar reformar el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y lograr un puesto permanente o semipermanente, aunque sin derecho de veto.
Pese a todo, Japón quiere preservar de las tensiones su relación económica con China. “China es un socio muy importante para Japón. Nosotros no le decimos a las empresas lo que tienen que hacer pero es cierto que nos preocupa su falta de transparencia y las crecientes tensiones en el mar del Sur de China”, apunta Katsuro Kitagawa.
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