Los secretos de la tribu
Para escribir técnicamente bien tenemos que bañarnos, sumergirnos en el líquido amniótico de la lengua
Ese fue el título, Los secretos de la tribu, que el periodista colombiano Daniel Samper Pizano tuvo a bien poner al prólogo de uno de mis libros sobre enseñanza del periodismo: El Blanco Móvil. Secretos, apenas lo eran, puesto que son lugares comunes en las redacciones, pero tribu posiblemente sí lo somos, demasiado ensimismados en ocasiones en nuestro trabajo, tanto como que perdemos de vista al lector. Y aquí señalo algunos de los secretos más centrales.
El primero es lo que yo llamo la teoría del marciano, a saber: si un marciano supiera perfectamente castellano y tuviera un conocimiento razonable de lo ocurrido en el planeta en los últimos años, debería entender sin esfuerzo todo lo publicado en un periódico bien hecho. En otras palabras, cada nuevo personaje o fenómeno introducido en la narración, exigiría la mini-presentación correspondiente, atendiendo a que siempre puede haber lectores que ignoran lo que a otros les puede parecer obvio. Así lo entendí cuando comprobé en un cine de Londres que un aparente aficionado al Séptimo Arte sabía quién era Jane Fonda, pero desconocía la existencia de su marido de la época, el director de cine francés Roger Vadim. Claro que el aficionado era inglés y por primogenitura histórica no se siente obligado a conocer más que lo propio. Lo que en la práctica esa exigencia significa es que nadie puede debutar en el diario sin la correcta identificación de su cargo. Pero no, por supuesto, cada vez que se lo mencione, sino únicamente la primera: el presidente Santos, si el periódico es colombiano o el presidente colombiano Juan Manuel Santos, si no lo es. Y no digamos de los extranjeros. Henry Kissinger, en sus ya raros momentos públicos, será el ex secretario de Estado norteamericano (o estadounidense), según usos del castellano. Y de igual manera, para que el marciano no se confunda de fecha habrá que dar la identificación temporal, normalmente ayer, aunque también solo al comienzo de la acción, porque si no vuelve a citarse se entenderá que las cosas siguen ocurriendo ayer.
Cada nuevo personaje introducido en la narración exige la mini-presentación correspondiente
La segunda teoría es la de soltar lastre, o cada vez que se menciona entidad, persona o fenómeno, que ya haya sido debidamente presentado, habrá que utilizar menos elementos informativos para su designación. Así, el Hospital de Infecciosos del Niño Jesús será en adelante el hospital, o la institución, o el centro sanitario, a voluntad, pero sin repetir en su totalidad lo que en América Latina suelen ser nombres especialmente dispersos. De igual manera, cuando hemos contado los pormenores de un suceso, no hará falta repetir la identificación completa de cosa o persona, puesto que bastará con escribir el caso, el acusado, el sospechoso, el presunto agresor, o lo que convenga. Recuerdo que en Venezuela el nombre de la policía científica ocupa casi todo un párrafo de regulares dimensiones que, si encabeza el texto, nos consume yo qué sé cuantas palabras antes de entrar en materia, razón por la cual habría que arrancar simplemente con policía científica y si tan importante parece la identificación completa, ya se hará más adelante, preferentemente al final de párrafo. Lo bueno si breve…
Y, por último, la teoría de los cabos sueltos, o interrogantes creados por la propia narración a los que hay que responder en todos los casos, porque cualquier necesidad informativa debe ser siempre rigurosamente satisfecha. Si hablamos de un 15% de algo, hay que dar la cifra de la que se extrae ese porcentaje, porque el 15% de 10 suele ser poco, pero de un millón ya es otra cosa. Más ejemplos. Desde el día 15 de tal mes ha habido tantos casos de lo que sea, y hemos de explicar por qué la cuenta se hace desde ese día, en lugar de elegir cualquier otro. Ningún interrogante, por complementario que parezca, debe quedar sin respuesta.
Todo lo anterior tiene, sin embargo, un corolario común que llamo automatización. Sería muy poco funcional que para escribir algo tuviéramos que hacer memoria, o llevar apuntadas en una libreta esas necesidades tan evidentes como perentorias, y por ello hemos de conseguir que, de manera automática, todo nuestro ser periodístico se revuelva contra cualquiera de esas inobservancias; tanto como nos tiene que revolver el estómago ver una palabra sin tilde. Las insuficiencias, aun menores, del texto han de provocar una reacción hasta genética en nosotros. Para escribir técnicamente bien tenemos que bañarnos, sumergirnos en el líquido amniótico de la lengua, de forma que esa inmersión bautismal sea parte de nuestro ADN periodístico. Y por ese rastro de la tribu aún cuento con dar algunos pasos más en el futuro, como bien sabe Daniel Samper Pizano.
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