Neymar nos revela lo mejor del alma brasileña
Quien busque extremismos, odios furibundos, venganzas eternas, posturas radicales, que no mire a este país
Quisieron usar al casi niño Neymar para lavar la triste derrota brasileña frente a Alemania que acabó reflejando en una tarde aciaga toda la improvisación y fragilidad (y quizás hasta algo peor) en la preparación de la selección de Brasil, país cuna del fútbol-arte, en su segundo Mundial en Brasil, 64 años después del maracanazo.
El casi niño Neymar dio, al revés, la vuelta a las pretendidas manipulaciones por parte de los que intentan siempre sacar tajada política o monetaria del fútbol, y se reveló un adulto. Más aún, nos mostró con su rueda de prensa de ayer el verdadero corazón de los brasileños.
A más de uno, dentro y fuera de Brasil, le hubiese gustado ver a un Neymar negando la evidencia de que su equipo hundió al país en la depresión; hubiesen preferido a un Neymar explicando lo inexplicable y defendiendo lo indefendible o absolviéndose a sí mismo por su ausencia en el lugar de la tragedia. No lo hizo: “Sí, fracasamos”, dijo, y en plural.
No minimizó la gravedad de la falta recibida en el estadio, símbolo de esa violencia que se enciende cada vez con mayor fuerza en el fútbol, que se parece ya más a una guerra que a una competición deportiva y leal: “Dos centímetros más y podría hoy estar en una silla de ruedas”, dijo. Terrible confesión.
Neymar, sorprendiendo, no maldijo sin embargo a su agresor: “Deseo que Dios le bendiga y que tenga éxitos en su carrera. Él ya me pidió perdón”.
A los que intentan aprovecharse del deporte nacional más amado por los brasileños para sus fines políticos, les hubiese gustado un Neymar agresivo contra los que acusan de “pesimistas y cuervos”, que se hubiese presentado con el pecho erguido defendiendo la honra de la bandera nacional y minimizando la derrota.
Les hubiese gustado que dijera abiertamente que él “torcería” por los fieros alemanes que aplastaron a Brasil y contra los argentinos competidores eternos del fútbol canarinho. Al contrario, auguró una victoria para sus compañeros de juego en el Barcelona, los argentinos Messi y Mascherano. Driblando el juego político, puso la nobleza de la amistad por encima de los cálculos mezquinos.
Neymar, sorprendiendo, no maldijo sin embargo a su agresor: “Deseo que Dios le bendiga y que tenga éxitos en su carrera. Él ya me pidió perdón”
Neymar nos reveló lo mejor del alma brasileña sin necesidad de elucubraciones de tipo antropológico o sociológico. Escuchando sus palabras improvisadas, el tono de su voz, su expresión entre dolorida y esperanzada, su falta de exhibicionismo y arrogancia, incluso su frágil fortaleza, me pareció escuchar lo mejor que tiene el alma de Brasil, aquella que acaba conquistando a los extranjeros y que hace simpático en el mundo hasta su famoso “jeitinho”, esa malandra capacidad creativa para hacer frente a la dureza de las injusticias cuando se sienten agarrotados por el poder y por la abrumadora burocracia.
Quien busque extremismos, odios furibundos, venganzas eternas, posturas radicales, en cualquier campo de la vida, que no mire a Brasil. Este país, guste o no, no es así. Puede y debe ser criticado por mil otras cosas -empezando en esas críticas de arriba para abajo porque es en el suelo, pegado al polvo del abandono y del dolor, donde germina lo mejor de los brasileños-, pero no por su arrogancia o su falta de fe en la superación de sus dramas.
Neymar nos dio ayer una fotografía de lo mejor de este pueblo. Pidió que ni en los peores momentos de crisis, tengamos la tentación de querer “cambiarlo todo”, de poner todo patas arriba. No es así como se sale de las crisis, dijo Neymar: “Aprendemos también con las derrotas”, afirmó, sin saber seguramente que eso ya lo defendieron los grandes filósofos griegos.
Como buen brasileño, Neymar se abrazó a su fe, en la hora oscura en que podría haber quedado paralítico: “Dios me bendijo ahí”. Utilizó esa capacidad tan brasileña de creer que siempre, en medio de una tragedia, todo podría haber sido peor.
El pequeño David del fútbol brasileño acabó revelando su sueño: “Quiero volver a ser feliz”, vocación a la que los brasileños no renuncian ni en medio a las noches más lúgubres. Están amasados de amor por la fiesta, cosa que no abandonan ni con los ojos cargados de lágrimas.
Siempre he sostenido, en mis 15 años de permanencia en Brasil, que lo mejor de los brasileños es lo que los extranjeros solemos criticarles: esa capacidad de saberse tomar las cosas sin tantos dramatismos.
¿Debilidad congénita? ¿Ilusionismo para no sucumbir a tantas pérdidas, desigualdades e injusticias que les impone el poder? ¿Conformismo que paraliza?
Que respondan los expertos. A mí me gusta ese sueño de Neymar, esa su tremenda osadía de querer usar su genialidad en el fútbol para que la gente pueda seguir sonriendo.
Volver a sonreír no es olvidar -y Neymar lo sabe muy bien-, pero es la mejor forma de no ser arrastrados por ese sentimiento de pérdida que ha revestido de luto a este país al que, contra todo lo que se ha escrito, no le gusta llorar, ni hacer llorar. Prefiere siempre el abrazo que acoge a los puños cerrados de la intolerancia que amenaza. Tal vez, justamente cuando esos puños cerrados pretender levantar la cabeza, los brasileños se sienten traicionados en su propia identidad.
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