Cien años después
El conflicto en Oriente próximo hace recordar guerras pasadas. Los líderes de 1914 se han reencarnado en los del presente
Me atrae ver fotos de gente que hace mucho tiempo partieron. Hay una en particular que me cautiva: tres jóvenes elegantemente vestidos, procedentes según la nota explicativa de la Baviera rural, marchan alegremente por un camino campestre para participar de una boda o una festividad importante de su localidad. Los presumo hermanos porque están vestidos igualitos y porque los ilumina la misma sonrisa, abierta, radiante, celestial, tan propia en el niño-hombre que emana felicidad porque lo espera la tertulia y el baile con la muchacha de sus sueños. La foto data de julio de 1914. Pocas semanas después los tres jóvenes abordarían un tren que los llevaría lejos para matar a sus pares de otras naciones.
Las fotos también dan testimonio del entusiasmo que acompañó la movilización de los ejércitos, de las excitadas muchedumbres que vitoreaban a los dispuestos a dar la vida por su patria. Europa se entregaba al suicidio colectivo. Es importante comprender la locura pero cuando todos quieren la guerra, el intento de descubrir sus causas, bien sea en la lógica expansionista de los mercados, en la cultura del nacionalismo agresor, en el mal cálculo de los políticos o, por último, en los trastornos sociales ocasionados por el cambio económico, es un ejercicio incompleto, insatisfactorio. Porque la verdad es que ninguna me explica bien la propensión que tenemos de buscar en la identificación con una bandera el paliativo para mitigar el sentimiento de separación del “otro”, como tampoco nuestra proclividad para deshumanizarlo y empuñar un arma para eliminarlo. Más que la explicación erudita, el lamento que una vez me confió una madre durante los primeros meses de la ocupación de Irak me ayuda a entender mejor nuestra fácil disposición para violar el quinto mandamiento. Su hijo partía al frente y claro, tenía el temor de perderlo, pero más le dolía constatar el odio visceral hacia los árabes que a él y sus compañeros le habían impartido sus instructores.
En Europa, la Gran Guerra terminó no en 1918 sino en 1945, pero su irracional racionalidad perdura. Por la extraordinaria influencia que ejerce en todo el mundo, resalto al país que recogió de Europa el manto del dominio universal: como en ningún otro país, en los Estados Unidos se glorifica la guerra y se le justifica, con el mito de la condición de país excepcional e indispensable, por la supuesta necesidad de poner orden aquí o allá o simplemente por la auto impuesta obligación de afianzar los valores de la democracia y la libertad. La verdad es que su política exterior nunca ha revelado una adhesión consistente con estos principios. El grueso de su ciudadanía se desentiende de este asunto pero es inaudito que sus intelectuales, comentaristas de opinión y analistas que verdaderamente influyen en las políticas de estado no den importancia al hecho que la conducta del sheriff es arbitraria y, a veces, francamente abusiva y propia del matonismo.
En Europa, la Gran Guerra terminó no en 1918 sino en 1945, pero su irracional racionalidad perdura.
Cien años después la barbarie en el mundo se manifiesta en el Levante. Pero antes de juzgar al mundo árabe como pueblos bárbaros que no valoran la vida humana, recordemos que fue nadie menos que un ícono de Occidente, Winston Churchill, quien en los años venite propuso someter con armas químicas a las tribus rebeldes Irak. Y por favor, no sueñe por el momento con discusiones de alto nivel en los Estados Unidos que puedan aportar soluciones humanitarias a los terribles problemas que la región vive. Por desgracia, lo que principalmente sopesan sus líderes cuando deliberan Libia, Siria o Irak es si conviene liquidar a éste o aquél. Son hábiles para manipular a la opinión pública a fin de emprender nuevas aventuras sin mayor obstáculo, pequeños por no reconocer la enorme responsabilidad que tienen en la extraordinaria violencia que se ha desatado en esos países, incapaces de cuestionar la estructura económica, política e ideológica que sustenta su poder. En varios que juegan un papel muy importante el espíritu bélico les sale de los poros. Recuerde los pronunciamientos de un excandidato presidencial para bombardear a Irán, la articulación lógica por parte de una exsecretaria de estado, hoy una de las principales asesoras de Hillary Clinton, para usar las armas “porque para eso las tenemos”, o la calificación de “Hitler” que la misma Clinton le encajara a Putin. Con tanta fidelidad a sentimientos de superioridad se vuelve normal pensar que el “otro” es natural e irremediablemente inferior.
Los líderes de 1914 se han reencarnado en los del presente. La excepcional sabiduría de los grandes humanistas que se opusieron a la guerra, como Bertrand Russell y Herman Hesse, le es desconocida. Presos de la inconciencia, alimentan y se nutren de la insania colectiva. Fue esta insania lo que impulsó a los tres muchachos bávaros a empuñar un fusil para matar a sus semejantes. Viendo las fotos de los campos de batalla de Flandes, yo los imagino sepultados bajo la tierra que cobija a millones de soldados desconocidos, en comunión con los que nunca despertaron como con los que sí despertaron pero no a tiempo. Entre éstos, nadie como Wilfred Owen, muerto en las trincheras justo una semana antes del Armisticio, para expresar la dantesca pesadilla que nuestros líderes de hoy ni siquiera pueden reconocer. Démosle la palabra:
Imaginaba haber salido del combate
Por un profundo túnel, excavado hace tiempo
En la roca por manos de titanes.
Pero ahí también gemían, apiñados durmientes,
Cuyo sueño temía importunar.
Luego, al hablarle, uno se puso en pie:
Miraba hacia mí fijamente, con ojos compasivos
Y una mano que alzaba como en gesto de dádiva.
Por su sonrisa conocí aquel hosco lugar, en su
Mueca de muerte supe que era el Infierno.
Jorge L. Daly es catedrático de la Universidad Centrum – Católica de Lima.
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