Campos minados en Flandes
Un complejo militar destruye cada año unos 1.500 proyectiles de la I Guerra Mundial
Los vestigios de la I Guerra Mundial se enredan en el día a día de muchos belgas. En los campos de Flandes, al noroeste del país, miles de proyectiles de aquella contienda acechan en cualquier zanja. Por inofensivas que parezcan —fragmentadas, cubiertas de óxido, aparentemente detonadas…—, muchas de esas armas conservan intacta la capacidad de matar. En mitad de la llanura flamenca, un vasto centro militar aplica las más avanzadas tecnologías para evitar que esos proyectiles cumplan su cometido 100 años después de haber sido lanzados.
Los temores no son exagerados. Dos trabajadores de la construcción murieron el pasado marzo en Ypres, uno de los enclaves más castigados por los bombardeos de la guerra, cuando intentaban desenterrar unos proyectiles encontrados mientras cavaban. La escena resulta familiar para los lugareños: cualquier obra iniciada en ese terreno se topa, antes o después, con restos de armamento. Existe un estricto protocolo que deriva inmediatamente los casos al centro militar encargado de transportarlos y destruirlos, pero la frecuencia con la que se repite el episodio relaja, en ocasiones, los controles.
“Cuando yo era niño, muchas veces iba a dar un paseo al campo o a jugar y me los encontraba. Llamaba a un adulto, que venía, los apartaba en el camino y contactaba con la policía. Me habrá pasado unas 20 o 30 veces en el campo, aquí estamos muy acostumbrados a eso”, relata Jo Lottegier, vecino de Ypres y hoy encargado de promocionar toda la oferta turística asociada a las huellas de la Gran Guerra en la zona de Langemark-Poelkapelle, en las proximidades de Ypres. Lottegier cuenta que algunos vecinos los almacenan como recuerdo —algo que está prohibido— y que a los turistas que visitan la región hay que advertirles constantemente del peligro que supone manipularlos.
Dos trabajadores de la construcción murieron el pasado marzo en Ypres, uno de los enclaves más castigados
Los riesgos no desaparecen ni siquiera con las restrictivas normas del centro militar que el Ministerio de Defensa belga gestiona a pocos kilómetros de Ypres. Un grano de gas mostaza encontrado en uno de esos obuses perdidos bastó para provocar una enorme quemadura en el brazo de uno de los 127 trabajadores del complejo. “No existe riesgo cero en este trabajo. Cada año hay uno o dos incidentes, pero normalmente son leves”, explica Glenn Nollet, comandante del Centro de Eliminación de Artillería Explosiva de Poelkapelle, durante una reciente visita en la que participaron varios medios de comunicación, entre ellos EL PAÍS. El complejo, perdido en una zona poco poblada y sin apenas señalización, solo es accesible con autorización.
Los mismos campos que entre 1914 y 1918 sufrieron el lanzamiento de minas —en buena medida alemanas— acogen hoy estas instalaciones, compuestas de un centro de identificación, donde los expertos comprueban con rayos X si los proyectiles son tóxicos o convencionales, y otro de destrucción del material hallado. “Apenas un 1% de lo que encontramos corresponde a la II Guerra Mundial; el resto es casi todo de la primera”, explica Walter Verhaeghe, responsable del área de identificación.
Cuando recibe la llamada de la policía, este centro desplaza una unidad al lugar donde se han encontrado los proyectiles. Los identifican y los transportan al centro para su destrucción. La demanda de intervenciones es ingente: casi 3.000 en todo el país, de las que 1.839 van a parar a esta instalación, especializada en minas tóxicas, según datos de 2013. Los militares aseguran que ni siquiera tienen tiempo para hacer búsquedas propias; se limitan a atender las llamadas que reciben. Los trabajadores calculan que participan, de media, en 15 intervenciones al día.
“Esta actividad puede durar otros 100 o 200 años”, aventura el comandante Nollet. Se calcula que en la zona se dispararon 1.500 millones de proyectiles. Aunque la técnica de elaboración era muy avanzada para la época, el 30% de ellos no llegaron a estallar por fallos de fabricación. Un 5%, además, eran tóxicos, por lo que sus efectos pueden ser más duraderos e imperceptibles. Los responsables del Centro de Eliminación de Artillería Explosiva eluden cifrar cuántos puede haber aún escondidos, pero dan por hecho que son miles. Cada año se destruyen entre 1.000 y 2.000, dependiendo de las circunstancias.
Con las obras realizadas en el terreno —la zona ha sido cuidadosamente reconstruida— y los movimientos de las placas tectónicas, los obuses tienden a salir a la superficie. Hace apenas cuatro meses, los militares de Poelkapelle recibieron una llamada para acudir a una obra en la que encontraron 782 minas, el 90% de ellas tóxicas. Antes de eso, el mayor alijo que recuerdan fueron 700 toneladas de munición en el año 2007.
Los restos de proyectiles no son patrimonio exclusivo de Bélgica, pero este país ha sido el que más recursos ha dedicado a neutralizarlos. El comandante Nollet asegura que Francia, otro de los países con más munición enterrada, intenta implantar un sistema similar y que de momento se limita a apilar el material encontrado en sus campos.
Las labores de limpieza de la zona belga han cambiado mucho desde que empezaron a desarrollarse, en 1941. Hasta los años ochenta, el material encontrado simplemente se tiraba al mar. Las inquietudes medioambientales llevaron al Gobierno a poner en marcha en 1989 este programa avanzado para destruir el arsenal. El complejo, dotado de fuertes medidas de seguridad, llegó a tener 27.000 obuses almacenados hace unos años. Ahora hay 3.500 de carácter tóxico, esperando una nueva maquinaria más segura para neutralizarlos. Un accidente ocurrido en las instalaciones hace casi dos años, que costó cuatro millones de euros en reparaciones, aconsejó el cambio de técnica.
Pero la eliminación del material convencional continúa. “En la cámara de destrucción hacemos cuatro o cinco sesiones al día. El proceso puede llevar de 15 minutos a una hora, dependiendo del tamaño de los proyectiles”, detalla Dirk Van Parys, supervisor de esta cámara. Los responsables del centro rechazan activar la máquina en presencia de los periodistas, pero explican que se produce un gran estruendo y que el suelo tiembla cuando las minas se destruyen.
A pocos kilómetros de esas detonaciones, un buen número de cementerios y trincheras ofrecen testimonio de una guerra todavía muy presente. Destaca el cementerio alemán de Langemark, un sobrio emplazamiento con pequeñas lápidas que recuerdan a los soldados alemanes muertos en combate y que suelen visitar los escolares. Muchos provienen de Reino Unido, cuyas tropas fueron especialmente castigadas por las alemanas (hubo 300.000 británicos fallecidos en la tercera batalla de Ypres, en 1917). Varios cementerios británicos les rinden homenaje.
El interés por descubrir esas huellas ha crecido este año, con motivo del centenario del conflicto. “El cementerio alemán registra ahora 185.000 visitas al año, un 30% más que antes”, explica el coordinador de turismo de la zona, Joe Lottegier. Cerca de allí, una antigua trinchera camuflada en un polígono industrial sorprende a varios visitantes extranjeros que solo asocian la guerra a los libros de historia.
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