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“Quiero un país sin despedidas”

Las aspiraciones de la juventud cubana siguen insatisfechas pese a la tímida apertura del régimen castrista

Juan Jesús Aznárez
Una doctora habla a estudiantes de Medicina en La Habana.
Una doctora habla a estudiantes de Medicina en La Habana.Claudia Daut (Reuters)

Hace pocos días, sin pretenderlo, tuve la fortuna de escuchar clandestinamente el debate de tres treintañeros universitarios sobre las venturas y desventuras de la revolución, y sobre la agonía del soltero del grupo tratando de consolidar una relación de pareja con un salario en pesos cubanos, prácticamente inservibles en los establecimientos más apetecidos por la juventud. A media tarde, sentado en la terraza de un restaurante privado de La Habana, este periodista leía trabajosamente un informe sobre la nueva ley de inversión extranjera.

Invisible, oculto por una mampara, ajeno la cháchara del trío, me aprestaba a subrayar una novedad del borrador legislativo cuando un lamento en voz alta captó mi atención: “¡Que no chico! ¡Que al tercer día de salir con la jebita [chica] con diez pesos, me manda p’al carajo!”, se lamentaba el soltero. “Una mujer adulta entendería mi situación, pero yo no quiero una viejita, yo quiero una jeba de 25 [años]”. Aparqué inmediatamente el proyecto de ley y pegué la oreja disimuladamente: tenía la oportunidad de escuchar una conversación franca, entre amigos, carburada por la ingesta de cervezas. Si me hubiera identificado probablemente habrían enmudecido porque los tres eran funcionarios del Ministerio del Interior, según colegí de la conversación.

“Yo soy revolucionario como tú y sé que estamos en un momento histórico, pero con seiscientos pesos al mes [unos 30 euros] no me llega. Y si me quiero comprar un pantalón tengo que guardarme el sueldo entero. Y no me queda para tomarme un refresco”, insistió el soltero, que llevaba la voz cantante e ignoraba los argumentos de sus amigos sobre las bondades de la revolución. “Aquí te duele un callo y te atienden en el hospital. Vete a El Salvador y verás”. “¿Es que vamos a dejar de ser revolucionarios ahora?”, terció la mujer que completaba el trío.

La discusión se adentró en derroteros sociopolíticos. “Yo no os digo nada de eso”, respondía el amargado célibe. “Yo os digo que aquí hay una realidad que hay que arreglar. Compadre, yo leo, escucho y miro, ¿eh? Y ahora dime tú: ¿realmente quieres irte de misión a Venezuela con lo malo que está eso, o te vas sólo por el CUC [divisas]? A mí no me interesa el internacionalismo. Yo quiero vivir en Cuba. Y no voy a tener hijos mientras no pueda comprarles cosas. Y estas doce cervezas sólo puedes pagarlas porque estás de misión. Yo no puedo. Y si me meto en un negocio, voy preso”.

El abierto debate, que se prolongó durante más una hora sobre diversos temas y terminó con el compromiso de comerse un puerco asado en Santiago, ponía de manifiesto el desafío afrontado por el Gobierno para satisfacer una de las apetencias de los jóvenes, revolucionarios, contrarrevolucionarios o pasotas: aumentar la capacidad adquisitiva y los espacios de consumo y esparcimiento.

Pero el régimen no sólo afronta el reto de resolver la dualidad monetaria, la distorsionante y enrevesada convivencia de peso cubano (CUP) y el CUC, equivalente al dólar, que ha prometido solucionar progresivamente. El hegemónico Partido Comunista de Cuba (PCC) afronta además el descontento de amplios sectores de una juventud diversa y alfabetizada, pero mayoritariamente ajena a la retórica política y justificaciones macroeconómicas, que reclama más ámbitos de participación y expresión. Esos chavales quieren vivir el presente. La épica revolucionaria les queda lejos. Ambicionan estrenos cinematográficos y literarios, jeans y zapatillas deportivas, móviles, viajes, el contoneo de la canción “Quimba para que suene”, las novedades tecnológicas, el acceso domiciliario a Internet, y liberalizaciones en sintonía con las tendencias internacionales.

El debate de los treintañeros tras la mampara es extrapolable pero muy diferente al variopinto de los botellones juveniles de ron y sandunga del malecón capitalino, al de las tribus urbanas y el reggaeton de la calle 23, al escuchado en los tranquilos arrabales de La Víbora, Santos Suárez y 10 de Octubre, o entre los niños pijos de ropa de marca e iPhone 5, del night club privado Sangri-La, de Miramar.

Sospecho que las canas de este enviado y la cicatriz ocular de un accidente de moto llevaron a los hirientes comentarios de dos veinteañeras de Centro Habana, que se acercaron a la ventanilla de mi coche de turista. “Aquí no hay futuro. Yo me iría aunque sea con un viejo en silla de ruedas”, se ofreció Claudia, estudiante de enfermería y proclive al puterío. “Y yo con un tuerto”, agregó, más precisa y sugerente, su amiga.

De todas formas no cabe hablar de una juventud cubana uniforme sino de varias, con muchos matices y frecuentes invocaciones nacionalistas frente a Estados Unidos a la hora de argumentar a favor o en contra de las reformas en curso y abordar una eventual apertura política. Las diferentes percepciones dependen mucho del género, raza, extracción social, niveles educativos y recursos, según la socióloga María Isabel Rodríguez.

El joven Harold Cárdenas no ignora las consecuencias de una nación cerrada, emigrante. “Quiero vivir en un país al que mis amigos quieran regresar, donde las despedidas no sean definitivas, donde los asientos del aula no sean suficientes”, escribió en su blog La Nueva Cuba. La patria ambicionada por Cárdenas deberá acelerar los cambios para que el soltero de la amargura pueda invitar a la jebita de sus amores, y para que Claudia abandone la idea de huir empujando una silla de inválidos.

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