Ante el vacío geoestratégico
El vacío de poder interior se tragó a Yanukovic el viernes 22 de febrero, en un movimiento todavía inexplicado y quizás inexplicable, justo después de firmar con la oposición un acuerdo patrocinado por la Unión Europea con participación de Rusia. También el vacío de poder, pero a escala internacional, se está tragando en pocas horas la integridad territorial del país, con la ocupación de la península de Crimea por las tropas rusas, desoyendo las advertencias de Naciones Unidas, de las cancillerías europeas y de Washington.
Estados Unidos, la solitaria superpotencia que lideró y venció la guerra fría, se halla retranqueada en una política exterior reticente, en la que prefiere que sean otros los que se sienten en la silla del conductor, incluso cuando no conducen a su gusto como está ocurriéndose con los europeos en Ucrania. Obama se ha visto obligado a salir al paso para señalar que la invasión rusa de Crimea tendrá consecuencias porque sabe que su silencio las habría tenido, y mucho mayores, como forma de incomprensible aquiescencia con Moscú. La crisis con Rusia se produce apenas unos pocos días después de que el secretario de defensa, Chuck Hagel, anunciara una reducción del Ejército a las dimensiones anteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando Washington se lavaba las manos de lo que ocurriera allende de su continente.
También la UE se encuentra ocupada en completar el edificio del euro mediante una unión bancaria trabajosamente construida, con el objetivo de impedir la repetición de una crisis de las deudas soberanas como la que estuvo a punto de terminar con la moneda única. Ni la política exterior, ni los organismos de seguridad de los europeos, Alianza Atlántica incluida, se hallan preparados para abordar una crisis como la de Ucrania en su propia frontera. Según uno de sus más destacados ministros de Exteriores, los europeos hemos sobrestimado el atractivo de nuestras ofertas comerciales y financieras a Ucrania y evaluado incorrectamente la efectividad y los instrumentos de acción duros de una superpotencia como Rusia.
Por eso tuvo que ser el llamado Triángulo de Weimar, creado en 1991 por París, Berlín y Varsovia e inicialmente pensado al servicio de la integración de Polonia, el que se ocupó más directamente desde la UE del seguimiento y resolución de la crisis ucrania. Los tres ministros de Exteriores, el francés Laurent Fabius, el alemán Frank-Walter Steinmeier, y el polaco Radoslaw Sikorski, estuvieron negociando con Yanukovich y el enviado especial de Putin junto a la plaza Maidán en la noche infernal en que los revolucionarios caían como moscas bajo el fuego de los francotiradores. Todo ellos realizaron declaraciones en las horas posteriores a un acuerdo que primero parecía exitoso y a las pocas horas quedaba inutilizado por la huida y deposición del presidente.
Según Fabius, “hay que evitar a toda costa tratándose de Ucrania de que les obligue a escoger entre Rusia y la UE”. Según Steinmeier, “Rusia es un país europeo y debe seguir siéndolo”. Y según Sikorski, “el espíritu del acuerdo debe ser respetado”. Es evidente que los hechos todo lo han desbordado, el acuerdo y su espíritu, y que ahora son nuevos hechos sobre el territorio de Ucrania, en Crimea principalmente, los que anulan las declaraciones y las buenas intenciones.
A pesar de la exhibición de poder militar realizada en las últimas horas, también Rusia se halla en un momento de especial debilidad, que en su caso la conduce fatalmente a encelarse en la vieja trinchera de la guerra fría. Moscú está moviendo sus piezas de ajedrez con cautela y en sordina, con el propósito de amortiguar las vulneraciones de la legalidad internacional que comporta invadir un país soberano. Hay una larga experiencia en el Kremlin respecto a intervenciones militares en territorio imperial, desde Hungría en 1956 hasta Georgia en 2008, y en cada una de ellas se han utilizado instrumentos distintos pero que responden todos a patronos similares, sea la bandera del internacionalismo comunista, sea la solidaridad con los ciudadanos rusos de todo el antiguo imperio: uso de tropas sin distintivos o paramilitares, llamamientos de las autoridades locales y de los líderes depuestos o apelaciones a la seguridad y a los intereses rusos, bien claros en el caso de la flota del Mar Negro con sede en Sebastopol.
Aquel imperio ruso que según Kissinger avanzaba cada año desde Pedro el Grande (1721) el equivalente a un territorio como el de Bélgica, ha encogido ahora hasta situarse en 1654, cuando su padre Alexis I, segundo de los Romanov, fusionó Rusia y Ucrania. El éxito en los juegos de invierno de Sotchi o el protagonismo diplomático en la crisis siria y en la negociación nuclear con Irán no permiten esconder el continuo retroceso territorial, la debilidad demográfica y la pérdida de influencia mundial desde la desaparición de la Unión Soviética, cuando se produjo, en palabras de Putin, “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”.
Con la URSS el imperio territorial que arrancó en tiempos de Iván el Terrible llegó a su cénit histórico y ahora está acercándose a toda prisa a su ocaso. Crimea, la península ahora disputada, tiene exactamente el tamaño de Bélgica. Ucrania es la cuna y a la vez el nexo europeo de Rusia. Irrenunciable para su nacionalismo e imprescindible para su vocación occidental y para actuar como contrapeso a la inacabable dimensión asiática. Ni la guerra, ni la fragmentación, ni siquiera la bancarrota que se anuncian en Ucrania convienen a los intereses de Rusia. Pero es difícil que el señor del Kremlin no se sienta impelido a convertir la pesadilla de la decadencia en el sueño improbable de una grandeza restaurada, aunque el daño que cause con el uso de la fuerza a los ucranios, a los europeos y a sí mismo sea mucho mayor que los bienes presumibles que quiere defender.
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