Un socialismo como no hay dos
Con la muerte de Chávez desapareció también una cierta autonomía y originalidad que él le dio a su ejercicio del poder
No ha sido fácil para los venezolanos y menos para quienes nos observan desde el exterior, entender de qué se trata el llamado socialismo del siglo XXI o revolución bolivariana o chavismo. Cada una de esas denominaciones parece cobrar vida propia y marcar distancias con las otras, a pesar de que conviven bajo un mismo techo. A ellas debemos sumarles las apreciaciones que los grupos opositores hacen sobre la orientación del gobierno que empezó hace quince años con Hugo Chávez y que éste, in articulo mortis, traspasó a Nicolás Maduro. Para éstos, se trata de un régimen comunista puro y simple. Cada vez cobra mayor fuerza la convicción de que con la muerte de Chávez, desapareció también una cierta autonomía y originalidad que él le dio a su ejercicio del poder, a pesar de sus vínculos afectivos con Fidel Castro y la dictadura castrocomunista. Con Maduro se acabaron esos vestigios de independencia y Venezuela pasó a ser una especie de provincia cubana, con un presidente marioneta manejado directamente por lo que queda de Fidel Castro, por su hermano Raúl y por la nomenklatura del régimen que impera en la isla caribeña.
Es fácil entender que si un país se posesiona de otro ya sea mediante una conquista militar o bien gracias a una voluntaria entrega marital, como ha sido el caso venezolano, le imponga al sometido su mismo régimen político. Si en Cuba impera desde hace 55 años una dictadura que prohibe la libre expresión de las ideas, el libre tránsito de sus ciudadanos, la libertad de asociación, de comercio y cualquiera otra de las libertades que la Declaración Universal de los Derechos Humanos garantiza a todas las personas, es lógico que en su colonia venezolana ocurra lo mismo. Es lo que Maduro y compañía han tratado de hacer y casi lo han conseguido. La única piedra en sus zapatos para consumar la dictadura perfecta, ha sido la existencia de una mitad del país negada a aceptarlo. Una de las originalidades de Hugo Chávez fue hacer una elección cada dos por tres, casi una por año, lo que otorgaba un barniz democrático a su gobierno, sobre todo para consumo de la opinión internacional. Pocos se enteraban o querían hacerlo, de las condiciones infamantes que se le imponían a la oposición para acudir a cada uno de esos procesos. Pero a pesar de ellas, medio país se opuso una y otra vez a dejarse aplastar por la bota tiránica del comandante presidente.
Sin embargo, la captura de las instituciones fundamentales que Chávez logró gracias en buena parte a la estrategia errada de la dirigencia opositora, le permitió perpetrar de manera arbitraria expropiaciones, confiscaciones, regalos millonarios a otros países, convertirse en juez y dictar sentencias de cárcel hasta por 30 años -la pena máxima según la Constitución del país- y muchos otros desmanes, sin límites ni controles de ninguna especie. Su manejo caprichoso de la economía, que tuvo la dádiva como eje central y nunca el esfuerzo productivo, condujo al desastre económico que hoy padecemos los venezolanos, caracterizado por deudas varias veces billonarias con sectores nacionales y con empresas internacionales en un país que vive de las importaciones. Por esa conducción catastrófica de la economía, en Venezuela se ha logrado el propósito esencial del socialismo que es eliminar las diferencias de clases, y ha ocurrido en un área fundamental para cualquier sociedad: la alimentación. Hoy por hoy los supermercados de todo el país son los lugares donde ricos, clase media, pobres y paupérrimos se mezclan en igualdad de condiciones y hacen filas kilométricas, para acceder a la ración correspondiente de leche, azúcar, papel higiénico, harina de maíz, margarina o aceite.
Esta realidad ha puesto de manifiesto que en el seno del gobierno cubano militar de Nicolás Maduro y de su sombra, el sombrío capitán Diosdado Cabello, se mueven distintas interpretaciones del socialismo. Por un lado, está el triunfo ideológico del artífice de la debacle económica y financiera del país, el llamado monje loco Jorge Giordani, quien declaró hace varios años que el socialismo se construye desde la escasez. En estos momentos quizá hasta se dibuje una sonrisa en su adusto rostro, al ver realizado su delirio marxista-leninista. Pero aparece de pronto un ser extraño, una especie de infiltrado capitalista y burgués, el ministro de Alimentación Félix Osorio, quien aconseja a los consumidores echar de sus centros de abastecimiento a las personas que no vivan en su barrio. En otras palabras, si yo voy a un supermercado de mi sector que es de clase media y alta y me encuentro con los pobres de los barrios aledaños haciendo fila para comprar alimentos, tengo que decirles que se vayan a sus bodegas o a los mercados populares del gobierno, aún cuando esos anaqueles están vacíos. Por supuesto que para hacer esto hay que tener vocación suicida.
En medio de ese potpurrí socialista hace su aparición nada menos que el ministro de Educación, Héctor Rodríguez, quien declara, en el marco de la campaña contra la pobreza, que “no se debe sacar a los más necesitados hasta la clase media, ya que, podría generar que estos intentaran convertirse en escuálidos” (opositores, según el léxico habitualmente ofensivo de Chávez). Más claro no canta un gallo, el socialismo según este funcionario encargado de dirigir la formación de los niños y jóvenes venezolanos, es mantener a la gente en la pobreza y de ser posible en la ignorancia, porque esa es la base electoral del chavomadurismo. Una vez que un pobre asciende socialmente, se le abren las entendederas y se percata del fraude ominoso que es la seudoideología del régimen.
Mientras estas contradicciones ocurren en el seno del gobierno, no hemos oído una sola palabra, ni un suspiro del viceministro de la Suprema Felicidad social. Se supone que nadie debería sentirse más feliz que él porque tal como lo dispone el Proyecto Nacional Simón Bolívar de la Felicidad Social Suprema, aprobado por el gobierno de Chávez en 2007, el punto de partida es “la construcción de una estructura social incluyente, una nueva sociedad de incluidos, un nuevo modelo social, productivo, socialista, humanista, endógeno, donde todos vivamos en similares condiciones”. Y es justamente lo que estamos viendo, todos los venezolanos sin distingo de clases sociales, vivimos de la misma manera: atribulados por la escasez de alimentos y medicinas, aterrados por la criminalidad que no duerme ni distingue colores políticos o pertenencia socioeconómica, presos en un país en el que cada vez es más difícil conseguir un boleto aéreo para viajar a cualquier lugar de Venezuela o del mundo y sumidos en la ignorancia de lo que ocurre en nuestro propio país porque existe la censura y un bloqueo total de informaciones radiotelevisivas que afecten al gobierno. ¿Quién podría ser más feliz?
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