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Cartas de Cuévano
Tribuna
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Intentar lo imposible

José Emilio Pacheco fue un amigo entrañable, un hombre bueno cuya generosidad se desparramaba en los manteles de sobremesa que olían a tinta

Duele escribir estos párrafos. José Emilio Pacheco fue un poeta que a muchos lectores nos ayudó a comprender el difícil logaritmo de que la poseía está en todas partes y de que la posibilidad del verso reposa en las palabras vistas y palpadas en el instante que nos rodea, a veces sin aviso, incluso a veces prosa contenida en el sortilegio de un pétalo marchito o en el nombre y condición del jabón con el que nos lavamos las manos. Fue también un orfebre de la edición, cuidadoso no sólo de todos los duendes de la errata sino también de la necesidad a menudo desdeñada en la lectura de los pies de página, las notas marginales, los estudios introductorios y los prólogos con los que nos abría los ojos a las ventanas de un conocimiento enciclopédico y sin embargo, alejado de toda pedantería él contagiaba saberes, regalaba lecturas y recomendaba senderos. Fue además, traductor de poetas intemporales y guionista de argumentos que no necesariamente llegaron a las pantallas… y por encima de todo, fue un amigo entrañable, un hombre bueno cuya generosidad se desparramaba en los manteles de sobremesa que olían a tinta, a la salsa incandescente de los libros hablados que dejaban de ser mera conversación para parecer lecturas compartidas.

Intento el imposible de reunir en estos párrafos la inmensa deuda de gratitud que le guardaré ya para siempre por ser un narrador infinito: desde la puerta de entrada de quienes lo descubrimos como cuentista, bajo el dintel siempre presente de su alma poeta, hasta el amplio reino de su oficio de novelista. Me concentro en los cuentos porque quizá otros entendidos marquen mejor el vacío que nos deja como poeta y es allí donde intento el imposible de agradecer un contagio instantáneo. Uno lee los relatos de Pacheco y siente el atrevido principio de un placer que parece universal: el lector se siente imantado, alentado a ser él mismo narrador de historias que podrían alinearse al lado de los magistrales cuentos con los que Pacheco medía cada palabra como anzuelo en abono de un trinomio móvil donde el planteamiento de los personajes y su circunstancia se entremezclaba con eso que llaman la trama o el nudo para llegar como relámpago al desenlace. Tríptico móvil porque Pacheco era capaz de insinuar el final desde el principio, el placer que desemboca en un dolor, la sorpresa de un final que no se altera a pesar de que el lector va metido en el engaño de los diálogos: un barco que navega en el tiempo, suspendido en altamar en una zona de penumbra o el desencanto de todo joven que pierde la inocencia el mismo día en que descubre que los superhéroes de la lucha libre son tan vulnerables como cualquier borracho y las novias son capaces de mancillar lo que jurábamos que era amor eterno.

Hablo del relato hipnótico donde el narrador somos todos nosotros lectores del recuerdo incierto de un viejo compañero de escuela que en realidad se ha convertido en el fantasma de nuestra memoria enferma o la enrevesada ironía de un soldado que habiendo matado a cientos de civiles inocentes en una selva lejana siente asco de rabia al presenciar como turista una corrida de toros en una ciudad gris y semidestruida, en cuyas entrañas serpentea la víbora prehispánica de color anaranjado que llamamos Metro, allí mismo en el subsuelo donde siguen reinando los dioses prehispánicos. Hablo del inmenso bosque Chapultepec que sigue siendo corazón de la ciudad de México, poblado de sombras donde deambulan como robachicos los espectros de soldados de invasiones pasadas, invasiones de todos los tiempos superpuestos que poblaban la imaginación de José Emilio Pacheco cronista de tiempos simultáneos que conocía todas las ciudades o mejor aún, todos los mapas de México uno encima del otro –sepia e imagen satelital, googleEarth y códice prehispánico—mapas de los muchos Méxicos que nutrían con saudade los paseos de su melancolía, el vuelo de la nostalgia con los que el poeta cuajaba un verso o los párrafos del cuentista que evocaba un ayer irrecuperable o las páginas de una novela intemporal, transgeneracional, que narra la utopía de la infatuación del niño que se enamora de la madre de un amigo sin cálculos de edades ni limitaciones al heroico afán de adorarla como quien se llena los labios con las sílabas de un solo nombre.

De todos los géneros en los que ejerció con maestría su vida de escritor quiero honrar particularmente el afán constante de Pacheco por inventariar la realidad inmediata, la nómina casi semanal o diaria de la memoria puesta al día y de los días que se convertían en memoria con sólo leerlo. Queda ahora la inmensa tarea de reunir en no pocos volúmenes esas crónicas, reportajes y pequeños ensayos que José Emilio escribió bajo el título de “Inventario”, firmados con sus siglas JEP y enviados como cartas dirigidas expresamente al asombro de quien los lea. Se volvió así faro y guía de varias generaciones que encontraban en sus entregas no sólo la sabiduría del desencanto, las enseñanzas del desengaño y las virtudes de su saber, sino también la prosa del buen humor, la chispa del ingenio y en muchas, muchísimas ocasiones la correlación insólita de las noticias de hoy mismo con referencias a lo ya documentado en los anales de la historia. Uno se acostumbró a digerir las noticias más insólitas y pasarlas por el rasero de la memoria precisamente gracias a que Pacheco era capaz de dilucidar que eso que veíamos como la invención del agua tibia ya había sido descubierto hace siglos por otros asombros iguales o parecidos a los que lo leíamos con admiración: hace apenas unos días, buscando explicaciones o referencias luminosas que ayudaran a comprender el enésimo sinsentido de un mexicano condenado a muerte en una cárcel de Texas, busqué ya como costumbre asegurada alguna referencia entre sus versos.

Al prisionero Tamayo lo ejecutaron en Texas con una inyección letal y miles de televidentes no encontrábamos luz para desenmarañar el horrible escenario donde uno de los deudos afirma a todo color sentir alivio y hasta placer por haberse cumplido una fórmula de diente por diente y ojo por ojo, al tiempo que otro de los deudos del norteamericano asesinado hace décadas inicia sus palabras en español y ofrece un pésame a la familia del preso Tamayo, mexicano ya ejecutado, acusado del asesinato sin haber salido positivo en las pruebas que supuestamente demuestran si alguien ha disparado un arma, reo de un penal donde se le prohibió todo contacto con cualesquier seres humanos hasta la víspera de su ejecución, dos décadas en confinamiento solitario, sin ventanas, mientras le cambiaba lentamente el color de su piel… y encuentro un poema en prosa de Pacheco que narra en pocas líneas el martirio de un preso que pinta en las paredes de su celda un puente de seis arcos para intentar al menos con su imaginación salir libre. Pero el puente pintado no conduce a la otra orilla y entonces decide mejor pintar alas o túneles sobre el muro de esa celda, reja y paredes inviolables… y necio en su afán por trazar alas, el reo descubre de pronto que el lápiz se ha gastado y ya no tiene punta el deseo con el que podría pintar su libertad.

Decía yo al principio de estos párrafos intentar un imposible, quizá como escribiera el propio Pacheco en una “Despedida” adelantada que es poema donde sus versos murmuran equivocadamente “Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco./Pero en manera alguna pido perdón o indulgencia:/ Eso me pasa por intentar lo imposible”. Se equivocaba el poeta y perdón que lo diga en estas líneas, pues cada verso que soñó entre las estrellas, cada libro que contagió en su lectura, cada comentario de orientación, cada cuento perfecto y cada página de sus novelas y ensayos llegaron al puerto que parecía imposible, el de los miles de lectores que lloran con gratitud el intenso latido de su ausencia. Aquí también, intento lo imposible: Gracias, querido José Emilio.

*Jorge F. Hernández es escritor.

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