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La batalla de Kiev

Pilar Bonet
Manifestantes y policías ucranios separados por un camión quemado. S. DOLZHENKO (EFE)

El “Euromaidán”, el mitin permanente desde hace dos meses en la capital de Ucrania, se precipita hacia su desenlace y lo que se ve en la calle Hrushevskoho, frente al estadio del club de fútbol Dinamo de Kiev, no augura nada bueno. La Hrushevskoho era la cuesta adoquinada por la que se llegaba hasta la sede del Gobierno y de la Rada Suprema (el parlamento). El domingo esta céntrica vía se convirtió en el escenario de una batalla que se está librando aún en las cercanías de mi hotel mientras escribo estas líneas en la madrugada del martes.

Unos cincuenta metros separan las formaciones de las tropas de intervención especial, las Berkut, de los activistas que no cejan en su empeño de tomar por asalto las sedes de las instituciones del Estado. Las fuerzas del orden han convertido en una pista de patinaje esa tierra de nadie por el procedimiento de regarla con agua helada. Los agentes en formación cerrada se protegen con sus escudos; los activistas, tras los autobuses y camiones que fueron incendiados el domingo y que aún dan pasto a las llamas. Los adoquines en gran parte desaparecieron convertidos en armas arrojadizas por los manifestantes, que también lanzan cócteles Mólotov y que reciben a cambio balas de goma y gases lacrimógenos. Cuando se producen víctimas, las ambulancias, apostadas en la plaza de Europa, se las llevan a los hospitales.

El aire que se respira tiene columnas de humo y produce cosquillas en la garganta. “Son los gases”, dicen los colegas ucranianos, con los que me tomo un café en el bar del hotel Dnipró.

¡Cómo han cambiado las cosas desde el otoño ¡ Los colegas vienen irreconocibles, con cascos de mineros, máscaras antigás y chalecos naranja, aunque aseguran que todo ese equipamiento sirve de poco porque hay quien se ensaña con los de nuestra profesión y ya van una decena de periodistas lisiados en estas batallas campales de Kiev.

El hotel Dnipró, un emplazamiento privilegiado en la plaza de Europa, es una sombra de lo que fue. Al establecimiento se accede ahora por un oscuro pasillo lateral, pues la puerta principal, frente a la que pasan centenares de “revolucionarios” con palos y barras metálicas, está cerrada con llave. La recepcionista llora tras el mostrador. “Esto es muy triste y tengo miedo a que acabe muy mal”, afirma, secándose las lágrimas. Los únicos clientes del hotel son periodistas, confirma, porque los ejecutivos que en el pasado gozaban de los desayunos con acompañamiento de piano en vivo dejaron de venir a este lugar que debía parecerles incómodo o incluso peligroso por estar a medio camino entre la plaza de la Independencia, escenario del “Euromaidán”, y el barrio del Gobierno.

El Dnipró, una institución de la época soviética que es propiedad de la administración presidencial, ha suspendido temporalmente de empleo y sueldo a parte del personal hasta que lleguen tiempos mejores. Desde la semana pasada, cuando la Rada Suprema aprobó un paquete de leyes que aumentan el poder de los órganos de orden público y restringen las libertades de los ciudadanos, la impresión es que los tiempos más bien van a ir a peor, a no ser que el presidente, Víctor Yanukóvich, y la oposición lleguen a un compromiso.

El domingo el ex boxeador Vitali Klichkó, el jefe del grupo parlamentario de oposición UDAR, visitó a Yanukóvich en su villa de las afueras de Kiev y consiguió que el lunes se iniciaran “consultas” entre las autoridades y la oposición en el despacho del secretario del Consejo de Seguridad, Andréi Kliuyev. Es pronto para decir en qué desembocarán estos contactos, porque un sector cada vez más amplio del Euromaidán ya no escucha a nadie y se concentra en la batalla con la policía.

Según mis colegas, Klichkó dijo el lunes que los mandos de la Berkut le llaman pidiéndole que “haga algo” con los extremistas, porque, según dicen, no desean cumplir las órdenes que pueden recibir, en otras palabras, no desean emplear a fondo la fuerza contra los manifestantes. A partir de la medianoche del martes al miércoles entran en vigor el paquete de leyes aprobadas a mano alzada por la Rada Suprema con los votos del partido de las Regiones. El paquete, que refleja la influencia y el estilo de Rusia y Bielorrusia, dota a Yanukóvich de los “instrumentos legales” para reprimir a los manifestantes. Otra cosa es que el jefe del Estado esté dispuesto a asumir las inciertas consecuencias de tal proceder: ¿Conseguiría poner orden? ¿Provocaría la anarquía? ¿Y cuál sería (¿será?) el precio que pagará Ucrania en vidas humanas, cohesión del país, relaciones internacionales?

Contemplando los centenares de muchachos enmascarados con garrotes, palos y botellas que ascienden por la Hrushevskoho, me parece un milagro que los traumas más graves sufridos por unos y otros hasta ahora hayan sido huesos rotos, conmociones cerebrales, cráneos abiertos y pérdida de dedos y ojos.

Rodeado de su escolta, Klichkó entra a tomar un café en el bar del Dnipró. Al tomar la iniciativa de entrevistarse con Yanukóvich, el boxeador se distanció de Arseni Yatseniuk y Oleg Tiagnibok, los otros dos dirigentes de la oposición, que carecen del prestigio de Klichkó. Pero incluso éste, pese a su popularidad, puede verse en aprietos para hacer entrar en razón a los radicales, porque también le silbaron a él el domingo en la manifestación que pedía “un líder” y también “acción”.

En la gestión del “Euromaidán” aparece el gran problema de fondo experimentado por otras manifestaciones de insatisfacción popular de todo el mundo en los últimos años, desde Wall Street hasta los “Indignados” de Sol, a saber, la dificultad para transformar el descontento de la calle en un instrumento de cambio político real, el “know how” para articular de modo funcional la energía de la plaza para evitar que se evapore en el aire, se ahogue en sangre o languidezca sobre el pavimento.

“La gente está al límite. Si las autoridades mandan venir a las tropas, habrá una guerra partisana”, dice Guennadi, mi taxista, que luchó en Afganistán, y que, al igual que la recepcionista del Dnipró, experimenta inquietud por el futuro. “La gente no escucha a los líderes, que repiten las mismas cosas una y otra vez y no hacen nada. ¿Y qué pueden hacer? “Buena pregunta”.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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