De rodillas
El fracaso legal de Snowden, Manning y Assange es su triunfo moral
Cuando en noviembre de 2010 Wikileaks comenzó la publicación de los 251.287 telegramas cursados desde la red de embajadas estadounidenses en el mundo a la sede del Departamento de Estado en Washington D.C. muchos celebramos el hecho de que, por una vez, la tecnología pudiera equilibrar a favor de la ciudadanía el inmenso poder de los Estados.
No sólo fue el hecho de que la diplomacia estadounidense quedara al desnudo, revelando con todo lujo de detalles el funcionamiento diario de una de las maquinarias de poder más extensas de toda la historia, sino que la operación orquestada por Julian Assange y Wikileaks hubiera requerido poco más que la candidez de aquella joven cabo de 23 años llamada Chelsea Manning (antes Bradley). El cablegate, como se denominó a la filtración de información oficial más masiva de la historia, demostró que todo lo que se requería para doblegar el poder de los servicios de inteligencia era un individuo consciente sentado delante de un terminal y un puñado de CDs vírgenes. Gracias a Manning nos marchamos de vacaciones navideñas pertrechados de una buena dosis de optimismo.
Tres años después cerramos otra vez el año dominados por la larga sombra de otras filtraciones, esta vez las de Edward Snowden a costa de la red de interceptación de comunicaciones mundiales puesta en marcha por la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense (NSA) y sus aliados, fundamentalmente británicos (pero no solo). De repente, las mismas tecnologías que en principio estaban destinadas a proteger a los ciudadanos de ataques como el 11-S se convertían en herramientas de espionaje indiscriminado a líderes mundiales, ciudadanos y empresas.
Sin embargo, entre las filtraciones provenientes de Manning y las de Snowden hay una diferencia abismal: con las revelaciones del segundo, el optimismo sobre el poder de los ciudadanos al que nos indujo el primero se ha trastocado por completo. No solo se trata del alcance del espionaje electrónico, ciertamente brutal, sino de la completa y total impunidad con que se ha producido. Como sabemos ahora, mientras parlamentos y tribunales regulaban los procedimientos por los que los servicios de inteligencia podían llamar a la puerta de las empresas de comunicaciones para pedir los datos que necesitaran, estos derribaban la puerta de atrás y cogían todo lo que querían del almacén. Qué ingenuidad.
En una especie de “quien ríe el último ríe mejor”, las revelaciones de Snowden muestran que a quienes la tecnología pone de rodillas es a los ciudadanos, no a los gobiernos. Manning está en la cárcel, Assange recluido en la embajada ecuatoriana en Londres y Snowden escondido en Moscú. Pero su fracaso legal es su triunfo moral: al separar la legalidad, en manos de los gobiernos, y la legitimidad, en manos de los ciudadanos, han puesto en evidencia que los medios no sólo son ilegítimos sino hasta qué punto se han desviado de los fines para los que fueron diseñados.
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