Los límites a la remilitarización de Japón
El primer ministro japonés Shinzo Abe no tendrá fácil llevar adelante sus planes de convertir a su país en una superpotencia
La adopción esta semana de la primera Estrategia de Seguridad Nacional de Japón, la intención de terminar con la prohibición de exportar armas y el aumento de un 5% del presupuesto de defensa ha sido interpretado por la mayoría de medios como la prueba del abandono final del pacifismo constitucional japonés y el retorno a una remilitarización que puede desencadenar una auténtica espiral de inseguridad en la zona.
En efecto, el primer ministro Shinzo Abe, ha manifestado su intención de aumentar la partida de presupuesto para dotarse de varios submarinos, vehículos anfibios, destructores, aviones híbridos e incluso aviones no tripulados (drones). Ante la adopción de esta nueva estrategia que sustituye el anterior Plan de Defensa de 1957, el Gobierno chino ha reaccionado duramente y ha afirmado que el pasado militarista japonés siembra incertidumbres sobre la intención real del Gobierno nacionalista de Abe. Sin embargo, estos sombríos pronósticos, aunque contienen un razonable desasosiego alimentado en los últimos días por el conflicto en las islas Senkaku (Diaoyu para los chinos), no enfocan con precisión cómo hemos llegado a esta situación ni la posición japonesa ante los nuevos desafíos del siglo XXI.
La imposición de una constitución pacifista (1947) por parte de los Estados Unidos tras la segunda contienda mundial permitió a Japón regresar a la comunidad internacional con un doble perfil. Por una parte, Japón se convertía en una superpotencia mercantilista cuyo objetivo era conseguir estabilidad y bienestar a su población renunciando a cualquier uso de la violencia para resolver las disputas internacionales. Por la otra, Tokio pasaba a mantener un discreto perfil político internacional y se convertía en la reiterada imagen de un “gigante económico y un enano político”.
Para asegurar su supervivencia en un entorno de guerra fría, los Estados Unidos, a través de sus bases militares en Okinawa (sur de Japón) defenderían a Japón ante cualquier ataque no convencional. Para la autodefensa de la isla, Washington permitía la creación en 1954 de unas Fuerzas de Autodefensa con la idea de que los Estados Unidos serían el escudo protector y Japón la lanza ante cualquier ataque.
Sin embargo, este esquema no estaba diseñado para la postguerra fría. Tras el final del enfrentamiento bipolar, Japón ha empezado a repensar su papel en el escenario internacional y a debatir sobre cómo debe “normalizar” su política exterior. Es en este contexto de definición de la identidad japonesa en el sistema internacional que Japón ha intentado mutar su perfil pacifista pasivo por otro perfil más proactivo. Un proactivismo que ha provocado dudas e intranquilidad entre aquellos países que más sufrieron el pasado militarista japonés, especialmente China.
El retorno de Shinzo Abe como primer ministro en 2012, un halcón que representa el ala más derechista del Partido Liberal Democrático, alimenta la idea de que el remilitarismo en Japón es tan solo cuestión de años y que sus reformas están encaminadas hacía dicho objetivo. Aunque nadie duda de la ideología ultraconservadora de un político que escribió en 2006 el libro Hacia un país hermoso, una auténtica alegoría sobre su ideario nacionalista, Japón no va a convertirse en una gran potencia militar.
En primer lugar, en el seno del sistema político japonés existe un hondo debate entre grupos que van desde las posiciones más conservadoras hasta las más progresistas. Con todo, menos algunos grupúsculos ultranacionalistas muy estridentes, lo cierto es que la inmensa mayoría de los grupos políticos no entienden que “normalizar” signifique una remilitarización con la que lograr una hegemonía regional y global. Para conseguir dicho fin, Japón no solamente debería abandonar su doctrina de defensa exclusiva, sino también convertirse en una potencia militar e “independizarse” de su protector y avalador en seguridad, los Estados Unidos. Aunque no podamos afirmar que dicha situación sea imposible de producirse, si podemos concluir que resulta altamente improbable.
Ahora bien, aún en el supuesto de que estas posturas fuesen mayoritarias entre el gobierno japonés, la remilitzarización y búsqueda de hegemonía regional y global se encontraría con dos grandes frenos, uno interno y el otro externo. Para aprobar cualquier cambio en la constitución pacifista se requiere el voto de dos terceras partes del Parlamento y el referendo en mayoría absoluta por parte del pueblo japonés. Tanto los partidos de la oposición, como la sociedad japonesa se han mantenido fuertemente vinculados a la esencia del principio antimilitarista y nada hace prever que esto cambie en los próximos años. Como corolario, una supuesta conversión de Japón en una superpotencia militar encontraría no solamente la oposición de sus vecinos en el Este asiático sino también la de su principal aliado, los Estados Unidos.
En definitiva, las últimas decisiones del gobierno japonés en materia de defensa, aunque no ayudan a mitigar el complejo dilema de seguridad desatado en la zona, representan la peculiar adaptación de Japón a un complejo entorno de posguerra fría. La necesidad de llegar a un acuerdo entre los diferentes grupos son la máxima garantía y límite ante cualquier atisbo de remilitarización.
Lluc López i Vidal es profesor de Relaciones Internacionales y Ciencia Política del Máster de Estudio de China y Japón, mundo contemporáneo de la Universitad Oberta de Catalunya (UOC)
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