Adiós a Mandela, enterrado el apartheid
Negros y blancos conviven con mayor naturalidad que en muchos países El problema ahora no es racial sino de clases sociales, como en el resto del mundo
Hoy entierran a Nelson Mandela y con él, de una vez y por todas, al apartheid, la división racial como factor determinante de la sociedad sudafricana. Hablar hoy de Sudáfrica con la mirada puesta en la relación entre blancos y negros tiene su interés, ya que el país ha servido como una especie de laboratorio en el que la humanidad ha explorado el eterno tema del racismo, pero no es lo que concentra la atención de los propios sudafricanos.
Fue un laboratorio en primer lugar porque el sistema de discriminación legal conocido como el apartheid, que fue creado en 1948, institucionalizando lo que ya existía de facto desde la llegada de los primeros colonos blancos en el siglo XVII, ofreció con crasa desnudez el dominio y el desdén de un grupo racial hacia otro. La mayoría negra de Sudáfrica no solo no tenía derecho a votar sino que en todas las áreas de la vida era sometida a lo que Mandela una vez definió en una entrevista conmigo como “un genocidio moral”, el exterminio sistemático de la dignidad de todo un pueblo. El apartheid fue un experimento social en racismo puro.
La segunda fase del experimento se inició cuando Mandela salió de la cárcel en 1990 y empezó un proceso de negociaciones cuyo objetivo fue el fin del apartheid y el establecimiento de la democracia. Con semejante historia de por medio, con tanto resentimiento acumulado, ¿sería posible logra el sueño de Mandela y de su partido, el Congreso Nacional africano, de crear un país estable y “no racial”? ¿O negros y blancos se matarían entre sí, los unos animados por la venganza, los otros por el terror a perderlo todo? ¿O, como mínimo, persistiría un clima de tensión permanente entre las razas y Sudáfrica seguiría siendo dos países en uno?
La respuesta, casi 20 años después de que Mandela fuera electo como el primer presidente democrático de su país, ya la tenemos.
No se mataron los unos a los otros; no hubo una temida contrarrevolución blanca, no emergió ningún grupo terrorista de extrema derecha. Tensión entre las razas habrá en determinadas circunstancias, como en todos lados, pero no es un problema generalizado y, en general, los negros y los blancos viven el día a día entre sí con más naturalidad en Sudáfrica que en muchos países del mundo, lo cual es bastante decir tras haber transcurrido tan poco tiempo desde que el apartheid se borró de la constitución nacional. En cuanto al sentimiento patrio, hoy todos se sienten igualmente sudafricanos, nadie considera que un grupo posee más derecho a identificarse con la bandera que otro, todos quieren que las selecciones sudafricanas ganen en todos los deportes.
Abundan ejemplos para sustanciar el argumento pero elijamos tres de los últimos diez días, desde que murió Mandela. Lejos de desatarse una conflagración racial, como absurdamente vaticinaban algunos comentaristas internacionales, vimos, primero, unas maravillosas escenas de solidaridad en la calle fuera de la casa donde vivió Mandela sus últimos días. Hubo un flujo constante de gente de todos los colores, razas y religiones. A ningún negro se le hubiera ocurrido cuestionar el derecho de los blancos a sentirse dueños del legado del Bolívar sudafricano.
Segundo, en el acto que se llevó a cabo el martes en un estadio de Soweto para conmemorar a Mandela, ante la presencia de un centenar de jefes de estado o de gobierno extranjeros, la ceremonia oficial se inició con una rendición multitudinaria del himno nacional. Consiste realmente en dos canciones, una cantada detrás de la otra: el himno tradicional de liberación y de protesta negro, Nkosi Sikelele Afrika (Diós bendiga a África) y, el antiguo himno “blanco” de tiempos del apartheid, Die Stem (La llamada). Fue idea de Mandela que se unieran ambas cuando él asumió el poder. La gran mayoría de personas en el estadio el martes eran negras pero cuando tocó cantar la parte “blanca” del himno lo hicieron con el mismo fervor que cuando cantaron Nkosi Sikelele.
Tercero, el evento en el estadio acabó siendo una especie de plebiscito, o barómetro del sentimiento de las masas hacia sus políticos. Algunos recibieron ovaciones, otros fueron abucheados. La mayor pitada fue para el actual presidente, Jacob Zuma; uno de los que fue más sentidamente ovacionado fue Frederik de Klerk, el último presidente blanco de Sudáfrica, un antiguo defensor del apartheid conocido por su conservadurismo durante la mayor parte de su trayectoria política.
Eso lo dijo casi todo. De Klerk será blanco pero fue socio de Mandela en la transición y, al final, cedió el poder de manera negociada, civilizada. El público de Soweto lo reconoció como uno de los suyos, como un digno compatriota. El hecho de que Zuma fuera uno de los suyos en cuanto al color de su piel fue, para aquel sector representativo de la Sudáfrica negra, irrelevante. Porque -y aquí está la cuestión- en el ránking de problemas que tiene Sudáfrica ahora el racial está muy por debajo de otros, mucho más apremiantes, que el gobierno de Zuma se ha mostrado incapaz de resolver. Por ejemplo, el suministro de viviendas, de agua potable y luz para los más pobres; mejorar el pésimo sistema estatal de educación; frenar la delincuencia. Por otro lado está la creciente corrupción dentro del aparato estatal que dirige el Congreso Nacional Africano (CNA) de Zuma, organización cuyos valores morales se han alejado mucho de lo que eran cuando la presidía Mandela.
Un síntoma de la decadencia del CNA y de la ineficacia en la gestión estatal del gobierno de Zuma ha sido la desigualdad entre ricos y pobres, de las más amplias en el mundo. Y aunque es cierto que los blancos siguen poseyendo un desproporcionado trozo del pastel nacional, también es verdad que los ingresos de los negros han crecido en un porcentaje muy superior al de los blancos desde que Mandela llegó al poder. Un hecho crucial es que hace 20 años el concepto “clase media negra” era prácticamente desconocido en Sudáfrica; hoy se calcula que, en un país de 50 millones de habitantes, unos siete millones de negros son de clase media.
Un amigo nigeriano que lleva más de 20 años viviendo en Sudáfrica y que es de clase media alta contaba una anécdota el otro día para explicar cómo, según él, el problema ahora no es racial, fundamentalmente, sino de clases sociales, como en el resto del mundo. Decía que abrió la puerta de la habitación de su hija, adolescente y negra, una noche en la que sus amigas se habían quedado a dormir. Vio cinco chicas dormidas desparramadas por la habitación. Tres blancas y dos negras. No era la primera vez que presenció esta escena, absolutamente natural, pero dijo que se quedó embobado, admirado por lo que había avanzado Sudáfrica en tan poco tiempo.
Como concluye el amigo nigeriano, Mandela cumplió su misión histórica. Prometió cuando llegó al poder que nunca más en Sudáfrica una raza ejercería dominio sobre otra. Y la promesa se ha cumplido, y se cumplirá. Hoy Sudáfrica es un país que tiene los mismos problemas que países parecidos económicamente como México, Brasil o Argentina -problemas tan complicados como banales. Gracias a Mandela el país que fue el laboratorio mundial del racismo ha perdido su épica y atroz singularidad. Mandela está en la tumba, y el apartheid también.
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