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EE UU pierde a su último héroe nacional

El país no trata a Mandela como un extranjero, sino como una referencia más de su propia concepción nacional

Antonio Caño
La foto de Obama y Mandela tomada en 2005, en el despacho del expresidente en Johanesburgo.
La foto de Obama y Mandela tomada en 2005, en el despacho del expresidente en Johanesburgo. Siphiwe Sibeko (Reuters)

Entre las fotos que actualmente adornan el Despacho Oval, hay una, tomada en 2005, en la que Barack Obama se inclina sobre Nelson Mandela, sentado en un sofá, ya con la movilidad muy limitada, para escuchar los primeros y últimos consejos que recibiría directamente de él. No volvió a encontrarlo como presidente. Cuando viajó este verano a Suráfrica, Mandela estaba muy gravemente enfermo. Pero esa foto de hace ocho años es suficiente para testimoniar la enorme influencia de Mandela sobre Obama y sobre Estados Unidos, que fue fundamental en la derrota del apartheid y en la creación de la leyenda.

La próxima semana, Obama, su esposa, Michelle, y el resto de los presidentes norteamericanos vivos viajarán a Suráfrica para participar en el funeral de Mandela. Nunca antes la mayor potencia mundial había manifestado semejante grado de implicación y afecto por la desaparición de una figura internacional. Lo que demuestra que EE UU no trata a Mandela como un extranjero, sino como una referencia más de su propia concepción nacional. Mandela no solo es un héroe de la comunidad afroamericana –el reemplazante de Martin Luther King- sino un emblema del ideal de libertad sobre el que se fundamenta esta sociedad.

No siempre, sin embargo, ha sido así. Uno de los antecesores de Obama, Ronald Reagan, peleó hasta la extenuación para mantener el Gobierno del apartheid. Fue necesaria una intensa movilización popular y una firme acción parlamentaria, encabezada por el desaparecido senador Ted Kennedy, para que Reagan fuera derrotado y EE UU acabase aprobando sanciones contra el régimen de Pretoria en 1986, lo que finalmente condujo a su desaparición.

Para ello se requirió un acto muy excepcional en la política norteamericano: el Congreso, con una combinación de votos demócratas y republicanos, consiguió una mayoría capaz de invalidar el veto que Reagan imponía tozudamente a las sanciones contra el apartheid.

Para Reagan y muchos norteamericanos en aquellos tiempos, Mandela era un comunista que dirigía una organización terrorista, el Congreso Nacional Africano (ANC). De hecho, algunos historiadores han recogido sospechas de que la CIA intentó en algún momento su captura. Lo cierto es que la ANC estuvo en la lista de grupos terroristas y Mandela y algunos de sus compañeros estaban declarados como objetivos terroristas hasta 2008, cuando, como regalo de cumpleaños a Mandela, el Gobierno norteamericano decidió formalmente excluirlos. La que entonces era secretaria de Estado, Condoleeza Rice, y quien lo es en la actualidad, John Kerry, en aquel momento un senador, coincidieron en que, con ese gesto, EE UU había puesto fin a uno de los episodios más embarazosos de su historia.

Todo es muy diferente hoy. Desde el momento en el que se conoció la muerte de Mandela, miles de personas han ido pasando por la embajada surafricana, en la avenida Massachusetts, en Washington, para hacer patente su dolor y su consideración por el hombre que se ha ido.

La pérdida de Mandela ha impacto al mundo entero, pero deja un vacío particularmente grande en EE UU, donde alrededor de un 14% de su población es negra y, en su mayor parte, heredera de los esclavos que fueron traídos de África. Este es también el único país fuera de África que está gobernado por un presidente negro y de nombre africano.

Todo eso convierte a Mandela en una figura que puede situarse a la altura de los grandes héroes nacionales. Desaparecido Martin Luther King, solo Mandela era capaz de aglutinar de forma indiscutible a la comunidad afroamericana, quizá con la única competencia de Mohammed Alí.

El mérito de Mandela para convertirse en leyenda en EE UU radica, además, en su mensaje. Lejos de las sospechas por su radicalismo que surgieron de las mentes obtusas de quienes le persiguieron en el pasado, lo que ha sobrevivido del ejemplo de Mandela es su capacidad para el perdón, para la reconciliación, para la defensa infatigable de sus ideas, sí, pero con la sabiduría de ceder cuando la situación lo requería.

Esas enseñanzas son hoy más necesarias que nunca en un país en el que crece la polarización y la desigualdad y en el que no solo aumenta la brecha económica que separa a blancos y negros, sino que otra comunidad, en este caso de diferentes razas, la de los hispanos, pugna también con fuerza por el reconocimiento de sus derechos y por la plena integración.

Igual que Mandela fue décadas atrás un estímulo para la generación que participó en la lucha por los derechos civiles, es hoy un ejemplo para quienes entienden que esa lucha no ha concluido. “Los jóvenes afroamericanos que miren a Nelson Mandela deben de ver en él a alguien que se sacrificó y entregó su vida para hacer las cosas mejor para todos y para eliminar la segregación en su país”, afirma Harry Shelton, director en Washington de la NAACP, la mayor organización negra de EE UU. “La gente paga un precio por la defensa de sus convicciones y, a veces, como en el caso de Mandela, un precio muy alto. Que los jóvenes sepan eso, que sean conscientes de lo que otros ofrecieron en la lucha por sus derechos, determinará la forma en la que los jóvenes dirijan el mundo y vivan sus vidas”, opina Willis Lodan, presidente de Operation Crossroads Africa, el primer grupo norteamericano en la lucha por la igualdad.

Esta misma semana, Obama hizo un duro discurso denunciando el incremento de la desigualdad, que hoy no tiene tanto que ver con la raza como con la clase social. No hay duda de que la batalla por una sociedad mejor es plenamente vigente. Probablemente siempre será así. La búsqueda de la justicia, como cualquier otro aspecto del perfeccionamiento humano, es inacabable. Pero EE UU carece hoy –el mundo carece hoy- de una figura capaz de liderar esa batalla. El mundo se ha hecho más global y colectivo. El individuo desaparece en una estructura más horizontal. Pero Mandela, como Gandhi o Martin Luther King o John Kennedy, pone de actualidad la necesidad de líderes individuales capaces de galvanizar el sentimiento de una sociedad, de una época.

En EE UU, pese a toda su fortaleza como comunidad nacional, siempre se ha reconocido el protagonismo de sus héroes nacionales, desde sus padres fundadores, hasta el Obama del Yes, we can. La tarea de gobierno, con todos sus desaciertos y dudas, privó después a Obama de esa condición. Mandela, asumido como héroe propio, vivirá ya para siempre en el panteón de las leyendas nacionales. Sin nadie en el horizonte capaz de sucederle.

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