A la guerra vestida de negro hasta los pies
Más de 150 mujeres reclutadas por una ama de casa convertida en miliciana luchan en Alepo
Rihad se sienta con el fusil entre las piernas; el cañón apuntando al techo mientras juguetea con la mirilla. “Voy cogiendo experiencia, visitamos diferentes frentes”, dice la vocecilla estirada desde el sofá de un refugio seguro en el frente de Al Sajur, junto a la carretera del aeropuerto en Alepo. Fuera atruena un proyectil lanzado desde la puerta y ella, vestida de negro desde los pies hasta las gafas de sol, ni se inmuta. También ha disparado cohetes, aclara, aunque no sabe si ha matado a alguien, Rihad solo supone que algún tiro habrá acertado alguna vez.
La treintañera forma parte de la única katiba (brigada) exclusivamente femenina en la capital del norte de Siria, donde los combates contra el Ejército leal a Bachar el Asad continúan desde que en julio de 2012 los rebeldes iniciasen la ofensiva para tomar la ciudad. Los aviones del régimen no han dejado de sobrevolar Alepo, donde los bombardeos aún hacen temblar justo después de la llamada del muecín al iftar, la comida que rompe el ayuno en Ramadán.
Tampoco han cesado los enfrentamientos a menos de 100 metros de distancia entre soldados leales a Assad y alzados. Estos días, Rihad está de celebración: es su aniversario como miliciana, desde que llegase a la ciudad el pasado Ramadán. Un año luchando cara a cara contra militares entrenados, igual que las más de 150 mujeres combatientes que empuñan armas en Alepo, todas comandadas por Um Fadi. “La llamamos Mama”, subraya.
Su fama le precede, al menos en la sala donde los milicianos del frente que controla la zona aguardan su llegada antes de sentarse junto a dos “guardaespaldas”. “Solía luchar con hombres de todos los grupos”, dice Om Fadi, de 43 años, “todos me conocen”.
En junio de 2011, poco después de que las cargas del Ejército sirio contra manifestantes civiles convirtiesen una protesta pacífica en una guerra civil que ya ha dejado más de 93.000 muertos, según la ONU, Um Fadi, ama de casa con diez hijos (el último, de apenas un año), decidió marcharse a Deraa, el corazón de las revueltas contra Damasco, con su hermano. “No podía aguantar más”, dice Mama, “no es fácil ver la situación, la gente que muere, y no hacer nada, si no es mi hijo, es el de mi vecino”.
“Me fui al frente sin ningún entrenamiento”, se ríe, “y empecé llevando de un lado a otro la munición”. Mama aún no disparaba, pero acumuló suficiente nervio en primera línea como para mandar callar a su hermano, combatiente en las filas de Gorabat as-Sham, cuando la interrumpe. “La vi con un rifle y lo hacía tan bien que yo fui a coger un arma más grande”, bromea el veterano Taha, “no podría estar más orgulloso”.
Cuando un año después regresó a casa, en Alepo, para participar en la ofensiva, ya se había hecho un nombre y decenas de voluntarias comenzaron a llamar a su puerta. “Yo solo las animo, no les incito, ellas vienen a mí”.
La katiba nació por una necesidad logística. “Necesitábamos a las chicas para registrar mujeres”, apunta Abu Musafar, líder del frente Al-Shabab al-Suriye, implantado en el barrio de Al-Sajur. Así saltaron las mujeres de las cocinas de la retaguardia, donde preparaban el rancho a sus hijos, maridos y hermanos, a los puestos de control que aún salpican las calles de la zona rebelde, “para pillar a los shabiha (matones del régimen) que iban vestidos de mujer”, según Um Fadi.
Su andar de hiyab y abaya hasta los tobillos convierte a estas mujeres en el centro de atención, lejos de la apariencia de uniforme militar de otras combatientes como las milicianas kurdas del YPG (Unidades kurdas de Protección Popular, en siglas kurdas) apostadas a lo largo de la frontera turca, en el camino hacia Raqqa, al noroeste de Siria. Las mujeres, también están en guerra. “Ellas son miembros del Ejército Libre Sirio (ELS)”, dice Abu Musafar, “no tienen por qué tener miedo y quedarse en casa”.
Rihad fue una de las primeras en apuntarse, recién llegada de Homs, donde apoyaba la revolución haciendo trabajo humanitario, hasta que perdió a su familia al completo. “Éramos cinco chicos y seis chicas, todos están muertos”, cuenta. Sola, se decidió por las armas. “Vine a Alepo a luchar y conocí a Mama”, cuenta.
Su caso no es extraordinario. Rabia, de 27 años, perdió a su marido en Bab Amr, uno de los frentes más fieros de Homs, situada en la carretera que une la capital siria con Tartus, en la costa de mayoría alawí (la secta de la familia El Asad). “Luchábamos juntos”, dice. Eso fue antes de encontrar a su hijo de dos años y medio muerto en la cama por el disparo de un francotirador apostado frente a su ventana.
“Cuando llegué”, continúa Rihad, “descubrí que todos los combatientes eran mis hermanos y todas la chicas eran mis hermanas”. “Incluso tengo una Mama”, dice en referencia a Um Fadi, “ellos me lo han dado todo”, incluso un marido con quien comparte casa y línea de fuego.
Pero le puede la memoria. “Echo de menos mi barrio, mi tierra, mi casa y mis vecinos”, solloza bajo un velo negro que le cubre toda la cara, “echo de menos a mi familia, espero volver a Homs y rezar en la mezquita de Khaled bin el-Walid (nombrada por uno de los conquistadores de la Siria musulmana y centro de las protestas en la ciudad, bombardeado en 2012)”. Su cruzada revolucionaria se ha convertido en venganza. “Espero que el régimen caiga y Siria sea libre”, reivindica, “tan grande como el sufrimiento en Siria, así es mi odio contra Bachar”.
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