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Columna
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Ella baila sola

Alemania no tiene un socio que acompañe y reequilibre su liderazgo en la Unión Europea

Alemania se ha convertido en el país imprescindible para gobernar la crisis que asola a Europa. La receta impuesta por Berlín sigue devastando amplias partes de la periferia europea sin conseguir estabilizar su núcleo, pero nadie ha sabido impulsar un modelo alternativo: ni la familia socialdemócrata, ni los gobiernos del sur, ni Francia, ni siquiera los nuevos movimientos de protesta han reunido capital político suficiente. Alemania y Angela Merkel se benefician de su gestión de la crisis, pero rehúyen la responsabilidad por toda Europa que les correspondería por su papel hegemónico. Con gusto compartirían esta responsabilidad con otros pero en Europa, simplemente, no hay con quien hacerlo.

Angela Merkel encara la recta final de su mandato y la campaña para las elecciones federales de septiembre con niveles de popularidad inauditos en la República Federal: entre el 60% y el 70% de los alemanes vienen aprobando su gestión durante meses. Las encuestas le dan la preferencia de 58% de los electores ante un 18% que prefieren a su rival directo, Peer Steinbrück, y su partido, la CDU-CSU, adelanta por entre 15 y 18 puntos porcentuales a los socialdemócratas. Es difícil imaginar un cambio radical de rumbo impulsado por la política doméstica alemana. En Francia el escenario no podría ser más distinto. El anunciado retorno de Nicolas Sarkozy a la política a pocos meses de su derrota pone en evidencia el lamentable estado de la derecha francesa. François Hollande, sin embargo, no sólo no saca partido a la incompetencia de la oposición sino que pierde popularidad más rápido que ningún otro presidente de la República, contando a estas alturas con el apoyo de apenas un cuarto de sus conciudadanos. Su declarado rechazo a la austeridad no se ha traducido en una receta alternativa o un nuevo impulso. Francia aparece impotente, un país alérgico al cambio, a cualquier cambio.

Con París fuera de juego, lógico sería que Berlín mirase a Roma o Londres, las dos otras grandes capitales. A pesar de la pericia con la que Enrico Letta ha sorteado las numerosas dificultades de sus primeras semanas en el poder, la situación política de su Gobierno, dependiente de los votos en el Senado de la bancada de un Berlusconi acosado por la justicia, no va a dejar de ser precaria. Las finanzas públicas italianas siguen siendo motivo de preocupación y su economía está en profunda recesión, así que, incluso con un gobierno más sólido, no cabe esperar que Italia sola sea el socio y contrapeso de Alemania. David Cameron, por su lado, ha hecho lo posible por convertir al Reino Unido en irrelevante al sembrar dudas sobre su continuidad en la UE y autoeliminarse del nuevo ciclo de integración bancaria y económica, algo difícil de compaginar con la aspiración a mantener la capitalidad financiera de Europa.

Ni siquiera los dos grandes medianos, España y Polonia, pueden ser ese privilegiado segundón. La economía española podría haber tocado fondo, pero no hay recuperación a la vista; el espiral de deterioro de la confianza ciudadana se ahonda al calor de las revelaciones de corrupción en pleno corazón del sistema político. Polonia vive un momento muy distinto, con el gobierno más fuerte de cuantos ha tenido el país desde el retorno a la democracia en 1989 y un desempeño económico razonablemente bueno; pero la ausencia polaca de la Eurozona y su peso todavía modesto alejan a Varsovia de la posibilidad de ser pareja de baile de Berlín. Incluso los tres socios más próximos a Alemania dentro de la Eurozona —Austria, Finlandia y Países Bajos— son problemáticos: el entusiasmo por la austeridad de los tres países se mezcla con el euroescepticismo impulsado por boyantes partidos nacional-populistas. El mayor giro se registra en La Haya, dónde recientemente el gobierno puso en cuestión la idea central de la integración europea desde el Tratado de Roma de 1957 al declarar que “el tiempo de una Unión cada vez más estrecha ha pasado”.

Compuesta y sin novio, tras sus elecciones Alemania buscará en vano una pareja de baile que le permita trazar un nuevo rumbo aceptable para todos los socios a la vez que le presione lo suficiente para reequilibrar su posición. Incluso si estuviese dispuesta a actuar en solitario, su peso en la UE e incluso en la Eurozona, dónde a fin de cuentas representa un 27% del PIB total, no le bastarían. La pregunta de cara a septiembre, por lo tanto, no es cuál será el cambio de rumbo que pueda venir de Berlín, sino quién podrá ser la contraparte imprescindible para modificar la trayectoria de desintegración en la que se está sumiendo la Unión Europea.

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