Guatemala saca al ejército a las calles para combatir la violencia
En un intento de devolver la confianza a sus gobernados, el Presidente ha echado mano del Ejército. La ciudadanía teme una nueva militarización del país
El general Otto Pérez Molina es el primer militar que llega a la Presidencia de Guatemala desde el retorno a la democracia, en 1985. Su ofrecimiento de combatir el crimen con “mano dura”, le valió el triunfo en las urnas. Asumió el poder el 14 de enero de 2012. Año y medio después, los resultados están muy lejos de llenar las expectativas más modestas.
Una encuesta encargada por el Gobierno para autoevaluarse, filtrada al matutino elPeriódico, revela que los renglones donde los guatemaltecos muestran mayor disconformidad son: el alza inmoderada del precio de los alimentos (un 86,5%), la falta y la degradación del empleo (un 49,8%), y su gran promesa de campaña, la seguridad, continúa como el mayor reclamo del 35% de los ciudadanos.
En un intento de devolver la confianza a sus gobernados, el mandatario ha echado mano del Ejército. La medida provoca rechazo tanto en los militares como en analistas políticos. Los primeros, porque ven cómo los errores se traducen en un mayor desprestigio para su institución. Los segundos porque temen que el Ejército recupere el poder omnímodo que ha detentado a lo largo de la historia.
Los propios agentes, con un salario promedio que no llega a los 500 dólares mensuales, tienen que comprar, amén de sus uniformes, la munición para sus armas de reglamento
Un oficial, que por encontrarse en servicio activo pidió guardar el anonimato, señaló que desde la llegada de Otto Pérez al poder las tropas han sido utilizadas en tareas ajenas a su misión —como el desalojo de fincas ocupadas por campesinos que invaden tierras para cultivar sus alimentos— o para reprimir protestas ciudadanas en contra de la minería a cielo abierto. Una de estas acciones se saldó trágicamente en octubre de 2012: seis campesinos murieron y 34 quedaron heridos de bala, cuando los soldados dispararon contra una muchedumbre en Totonicapán, en el altiplano indígena, al oeste de esta capital.
“La guinda de este pastel es la percepción ciudadana de que la institución armada vuelve a estar al servicio de los grupos económicamente poderosos”, dijo, para señalar que la institución castrense “debería limitarse a apoyar a la Policía en labores de inteligencia, hasta que esa institución pueda desarrollar su propio equipo, y a un entrenamiento en el uso de armas, un tanto al estilo de la Guardia Civil española, que goza de una sólida formación militar”.
Pero lejos de fortalecerla, la Policía es un cuerpo que se encuentra en el abandono, al extremo que los propios agentes, con un salario promedio que no llega a los 500 dólares mensuales, tienen que comprar, amén de sus uniformes, la munición para sus armas de reglamento.
A mediados de junio, el entonces director general del cuerpo, Gerson Oliva, llamado al Congreso (legislativo, unicameral) para responder por la ineficacia en el combate al crimen, denunció esta situación. “Debido al abandono de las últimas administraciones, hemos llegado al extremo de que los 3.500 alumnos que se graduarán en diciembre ninguno recibirá el arma reglamentaria”, tras denunciar la precariedad en que viven los policías, hacinados en habitaciones sin condiciones higiénicas mínimas. Esta sinceridad la pagó cara, pues fue destituido de manera fulminante.
Ante este panorama, expertos como el sociólogo Héctor Rosada solo ven una salida: la refundación de este cuerpo. Puntualiza que lo más conveniente sería crear una Guardia Nacional con por lo menos tres secciones altamente especializadas: una policía de investigación criminal, otra preventiva y una tercera diseñada para el combate del crimen organizado y la narcoactividad.
Problema con raíces profundas
La militarización de la Policía y del Estado guatemaltecos no es nada nuevo. Un vistazo a la historia contemporánea así lo confirma. A partir de 1954, cuando fue depuesto el presidente Jacobo Árbenz, la estrategia de seguridad interna fue diseñada por el Ejército de manera conjunta con el capital agrario, el gran promotor del golpe de Estado contra el gobierno, que terminó avalando la CIA estadounidense.
Hasta 1963 se trabajó en consolidar la posición de privilegio para los propietarios de la tierra, mientras el Ejército fue copando los puestos clave para monopolizar el poder. En 1963, con el golpe protagonizado por el coronel Enrique Peralta Azurdia, la militarización del Estado alcanzó sus cotas más altas. Es también en esta época cuando se empieza a perfilar la política de contrainsurgencia, para la que la entonces incipiente guerrilla de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), sirvió de pretexto. El Ejército creció en número de efectivos y se fue apoderando de todos los resortes del poder.
En 1966 llegó a la Presidencia el abogado Julio César Méndez, a quien se le privó de todo margen de maniobra. La guerrilla, que había alcanzado notoriedad, fue diezmada. Es a partir de esa fecha cuando la Policía se convirtió en un apéndice de la política contrainsurgente del Ejército, con una misión concreta: hacer las tareas sucias propias de una guerra irregular, con énfasis en el exterminio del movimiento subversivo urbano.
Durante los gobiernos militares (1970-1985), la represión se institucionalizó y la Policía, convertida en aparato ejecutor, alcanzó también su momento álgido de descomposición. Sus esbirros, en eso se habían convertido, operaron con absoluta impunidad, convencidos de que la justicia jamás los alcanzaría.
Así se llegó a la firma de la paz, en diciembre de 1996. Como parte de ellos se creó la nueva Policía Nacional Civil, que a estas alturas se ha convertido en un nuevo apéndice, pero esta vez al servicio de las mafias del narcotráfico y del crimen organizado.
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