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Un rehén entre los dos Irak

La pesadilla de Omar Samir, un militar condenado a muerte tras un juicio secreto, ilustra la tragedia de un país que no logra cerrar el abismo entre chiíes y suníes

ÁNGELES ESPINOSA / ENVIADA ESPECIAL
Fotografía del álbum familiar en la que se ve al teniente Omar Samir en 2004, tras reincorporarse al Ejército.
Fotografía del álbum familiar en la que se ve al teniente Omar Samir en 2004, tras reincorporarse al Ejército.

El 18 de diciembre de 2011, Omar Samir se despidió con un beso de su mujer, Suhad, y del pequeño Tarek, el hijo de ambos. “Regresaba a su puesto tras una semana de descanso”, explica Suhad en la casa familiar de Kamsara, un barrio de clase media del este de Bagdad. No volvería a saber de él en varios meses. El militar estaba destinado al equipo de protección del vicepresidente iraquí Tarek al Hashemi. Cuando horas después acompañaban a éste al aeropuerto, él y sus compañeros fueron detenidos por otra unidad, pero nadie avisó a las familias ni devolvió sus llamadas preguntando por su paradero. Hoy, Omar está condenado a muerte tras un juicio secreto y en el que no tuvo abogado. “Le torturaron para que confesara”, denuncia Suhad, agotada por su lucha contra el lado más oscuro del nuevo Irak, un país todavía atrapado en las luchas sectarias.

El controvertido proceso de desbaazificación, por el que tras la invasión estadounidense trataron de borrar cualquier huella del Baaz, el partido de Sadam Husein, se ha convertido en un instrumento político en manos del primer ministro Nuri al Maliki, un chií al que los suníes acusan de persecución política y marginación de las instituciones del Estado. Las tensiones sectarias van en aumento en Irak, diez años después de la invasión de EE UU. Fruto de este enfrentamiento, organizaciones de derechos humanos denuncian detenciones y torturas a ciudadanos cuyos derechos se violan de forma sistemática.

“Nada más enterarme de las detenciones, le llamé al móvil, pero no respondía; cuando lo hizo a las once de la noche, me pidió que no volviera a llamarle. Y ya no tuve más noticias suyas”, relata Suhad sin poder contener las lágrimas. El pequeño Tarek se agarra con fuerza a su madre al verla llorar. A sus tres años, ya percibe la gravedad de lo ocurrido.

El 5 de febrero de 2012, una patrulla militar se presentó a las cuatro de la mañana en el domicilio familiar preguntando por Suhad, que entonces tenía 24 años. Pero alertados por los rumores de las detenciones de otras esposas de militares arrestados, para hacerles confesar, sus hermanos la habían llevado un par de semanas antes a Suleimaniya, en la región autónoma de Kurdistán, de donde son originarios. Así, que los soldados solo encontraron a su madre, Fátima, y a un primo que se había quedado con ella.

“Rompieron la cancela, entraron con las armas apuntándonos y nos pusieron en habitaciones separadas”, recuerda Fátima a quien obligaron a entregarles una foto de su hija. “Me preguntaban por qué había dejado que se casara con un terrorista que odia a los chiíes y a los kurdos. Les respondí que eso no era posible porque su madre es chií y nosotros somos kurdos”.

Según su familia, el teniente Omar Samir (Bagdad, 1981) es un militar de vocación. Se graduó en la Academia Militar en 2001 y durante dos años sirvió en el Ejército de Sadam Husein. Cuando se produjo la invasión estadounidense, estaba destinado en Naseriya. Entonces, como la mayoría de los oficiales, fue licenciado. Un año más tarde, los ocupantes le pidieron que se reincorporara. Suhad le conoció a finales de 2007. Se casaron al año siguiente y poco después le destinaron al equipo de protección del vicepresidente. En este tiempo compaginó su trabajo con los estudios y se graduó como abogado.

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“A principios de 2011, cuando le correspondía un ascenso, le dijeron que estaba siendo investigado por pertenencia al Baaz”, recuerda Suhad. “Había mucha gente en esa lista, así que Omar no se preocupó demasiado y continuó con su vida”, añade.

Hasta ese fatídico 18 de diciembre. Al día siguiente, la orden de búsqueda y captura contra Al Hashemi, acusado de organizar escuadrones de la muerte para eliminar a rivales políticos y que ya se encontraba lejos de Bagdad, eclipsó el desamparo del resto de los afectados por el caso. La causa contra el vicepresidente, el más alto cargo suní de Irak, se fundaba en unas confesiones emitidas poco antes en la televisión estatal en las que tres supuestos guardaespaldas suyos aseguraban que habían matado a agentes de policías y funcionarios por dinero.

Desde el primer momento, Suhad trató de ponerse en contacto con los amigos de su marido, pero sus teléfonos estaban desconectados. También llamó a otras puertas. Se encontró todas cerradas. Solo a mediados de enero la prensa iraquí mencionó la detención de 16 miembros del equipo de protección de Al Hashemi. Nada sobre Omar. Hasta que el 20 de marzo las autoridades entregaron el cadáver de Amir al Batawi, otro de los guardaespaldas. La controversia por esa muerte pareció influir para que las autoridades les dejaran telefonear a sus familiares después de tres meses y medio encarcelados y autorizaran que les visitara una delegación parlamentaria.

Eran las ocho de la tarde del 2 de abril cuando Suhad recibió la primera llamada de su marido. “Lloraba sin parar. Me decía que temía no volver a verme y que no podía contarme nada porque tenía mucho miedo”, rememora. La conversación apenas duró minuto y medio. A finales de ese mes, su madre pudo visitarle en la cárcel. “Le dijo que tenía un problema de riñón, que le habían torturado, que necesitaba tratamiento y un abogado; mencionó a Khaled Sayed Naji”, cuenta Suhad. “No sabemos de dónde sacó el nombre, pero hicimos lo que nos pedía. Fuimos a verle y nos exigió tres millones de dinares [unos 2.000 euros] solo por estudiar los papeles. Un mes después, nos comunicó que se trataba de un caso político y que incluso si le llevábamos un pasaporte que probara que había estado fuera del país cuando se cometieron los delitos, no iba a poder hacer nada”.

A Erin Evers, investigadora de Human Rights Watch, no le sorprende esa negativa. “Es un caso muy peligroso. Nadie va a querer hacerse cargo”, señala en conversación telefónica. Aunque esa organización no ha investigado el asunto, los detalles del mismo le resultan familiares. “No es especial, continuamente recibimos denuncias de detenciones arbitrarias y torturas”, afirma.

En mayo empezaron los procesos contra Al Hashemi y su equipo. Según un comunicado del poder judicial, 13 de los guardaespaldas habían quedado libres por falta de pruebas y 73 seguían detenidos. Ni Suhad ni sus familiares dan credibilidad a unas acusaciones que, dicen, se han obtenido bajo tortura. Pero, sobre todo, no entienden por qué se les ha negado el acceso a Omar y a un abogado. El pasado 13 de enero, Suhad volvió a recibir una llamada de Omar anunciándole que le permitían una visita de un familiar. La madre de Suhad y una tía del preso hicieron la visita. “Ha perdido por lo menos 20 kilos. Le temblaban las manos”, declara Fátima.

Se enteraron de que en diciembre él y sus compañeros fueron condenados a muerte. Unos meses antes, Al Hashemi recibió cuatro penas capitales, pero está a salvo en Turquía. “Nos contó que le llevaron al juzgado sin abogado y que, como no confesó, le devolvieron al departamento de investigación, donde le torturaron hasta que firmó lo que querían”, continúa la suegra. “Nos dijo que su vida estaban en manos de Al Maliki, y que sabía que haríamos todo lo posible por salvarle”. Por eso, tras 15 meses de silencio, la familia ha decidido hacer público su caso. “Teníamos miedo, pero incluso si muere, será una liberación para él porque se siente culpable de confesar cosas que no son ciertas”, concluye.

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Sobre la firma

ÁNGELES ESPINOSA / ENVIADA ESPECIAL
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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