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Una milicia suní aterroriza a los chiíes de Pakistán

El grupo fundamentalista copia los métodos de Al Qaeda con atentados masivos Unos 200 han sido asesinados en dos ataques este año

Naiara Galarraga Gortázar
Hazaras protestan por el atentado ante el consulado de Pakistán en Sidney.
Hazaras protestan por el atentado ante el consulado de Pakistán en Sidney.W. W. (AFP)

El recién iniciado 2013 amenaza con convertirse en otro año terriblemente mortífero para los chiíes de Pakistán. Unos 200 fieles de esta rama del islam han muerto en dos atentados --el último, el sábado 16 con 89 fallecidos-- en Quetta en lo que va de año. Los ataques han desatado, de nuevo, la ira de los hazara –etnia de credo chií que es blanco prioritario-, que están aterrorizados y exigen a las autoridades que dejen de mirar a otro lado y persigan a los autores confesos. Pero no solo se ha movilizado esa comunidad. Miles de paquistaníes protagonizaron protestas durante tres días que paralizaron varias grandes ciudades. Ambos atentados son obra de una milicia suní, Lashkar e Jhanvi, que ha juramentado “limpiar” el país de chiíes, a los que no considera musulmanes.

“Estos atentados (contra los chiíes) no son nuevos, pero han pasado de ser asesinatos selectivos a matanzas”, explica Ana Ballesteros, investigadora del Observatorio Electoral y Político del Mundo Árabe e Islámico. Antes eran “un goteo constante”, detalla; ahora se suman los ataques indiscriminados. Explica la especialista que este grupo, ilegal, aunque tiene representantes políticos bajo otras siglas, está “ligado a ciertos grupos talibanes y a Al Qaeda, grupos de los que ha copiado los métodos de terrorismo a gran escala”.

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Con 400 víctimas mortales en ataques sectarios, 2012 fue el peor año para esta minoría que supone el 20% de la población de Pakistán (180 millones), de mayoría suní. En los últimos años ha habido varios atentados suicidas contra mezquitas o peregrinos chiíes. En otras ocasiones, los milicianos han emboscado autobuses, han identificado a los pasajeros chiíes por sus DNI y les han pegado un tiro allí mismo. Human Rights Watch documentó un caso así, con 22 asesinados, en agosto pasado.

El del 10 de enero fue un atentado trampa. Murieron 92 personas. Estalló una bomba en un billar de un barrio chií de Quetta y, cuando la multitud fue a rescatar a las víctimas, estalló un coche bomba. El sábado pasado, un vehículo cargado con un centenar de kilos de explosivos explotó en un mercado de la misma ciudad y asesinó a 89 personas más. La reacción de los hazaras fue idéntica en ambos casos: se negaron a enterrar a sus parientes –una medida contundente en una religión que requiere acelerar la sepultura- hasta que las autoridades salieran a la caza de los agresores. Despidieron a sus finados a los tres días, después de que las fuerzas de seguridad mataran a cuatro miembros de Lashkar e Jhanvi, incluido supuestamente uno de sus líderes, y detuvieran a 170 personas vinculadas a esta milicia que pretende imponer una teocracia suní. “Es nuestro deber religioso matar a todos los chiíes y purificar Pakistán”, insistió el grupo meses atrás. Días después, las autoridades detuvieron al líder de la milicia, Malik Ishaq, “por haber hecho discursos provocadores durante el último mes”.

Mujeres chiíes cortan una autopista en Lahore la semana pasada.
Mujeres chiíes cortan una autopista en Lahore la semana pasada.RAHAT DAR (EFE)

HRW sostiene, en un comunicado de otoño pasado en el que se quejaba de que el Estado no protegía a los chiíes, que “algunos grupos extremistas suníes son aliados conocidos del Ejército paquistaní, sus agencias de inteligencia y cuerpos paramilitares como el de fronteras”. Añade la nota que aunque desde 2008 ha habido diversas redadas, “solo un puñado han sido procesados y nadie ha rendido cuentas por los ataques”.

Ballesteros, experta en Pakistán, sostiene que esta escalada “está generando una protesta social en favor de esta comunidad y en contra de la violencia”. Y “se empieza a señalar con nombres no solo a los responsables sino también a los que debían evitarlo: el Gobierno, los militares, los servicios secretos”, añade. Opina que estos atentados “tan brutales pueden ser un punto de inflexión”.

Los hazara no han logrado que el Ejército asumiera el control de la ciudad de Quetta como exigen. Tras la primera masacre sí consiguieron que el gobernador provincial fuera relevado. Su sucesor, Nawab Zulfikar Magsi, hizo unas elocuentes declaraciones tras el segundo atentado: “Están demasiado asustados para perseguir a los que promueven el terrorismo o están tan perdidos que ni siquiera saben a qué se enfrentan”. Y recordó que su trabajo es prevenir estos ataques. “Para eso les pagan”.

El director de HRW en Pakistán, Ali Dayan Hasan, recordó en enero en Al Jazeera la “histórica alianza” de Lashkar e Jhanvi con los militares de Pakistán, que los utilizó como instrumentos en su política de apoyo a los talibanes del vecino Afganistán.

La comunidad hazara es un blanco fácil por sus facciones -descienden de los mongoles- y ni siquiera tienen gran influencia política, económica o social, sostiene un reciente editorial del periódico Dawn que concluye que, “mientras el Estado no dé la misma prioridad a la protección de todas las vidas, los hazaras seguirán sufriendo”. La comunidad se siente asediada. “¿Seré yo la próxima?”, preguntaba la pancarta enarbolada por una niña hazara en las protestas de la semana pasada en Quetta.

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Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).

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