La lealtad hacia sí mismo
Las promesas políticas están para ser incumplidas. Lo sabemos todos y nadie se siente de verdad engañado ante el incumplimiento, aunque todos lo utilicemos en contra de quien empeñó su palabra y se quedó colgado de la brocha. El francés Charles Pasqua —un legendario ministro del Interior gaullista que se parecía a otra leyenda, esta del cine, como Fernandel— estableció el dictum maquiavélico perfecto sobre el tema: las promesas solo comprometen a quienes se las creen.
Peor que incumplir la palabra dada es cumplirla contra viento y marea aunque todo aconseje lo contrario. Sobre todo si se hace por la única y egoísta razón de no quedar como incumplidor. Cumpla yo mi palabra y perezca el mundo. El político de calidad es aquel que incumple su palabra si es lo más conveniente para la vida pública, algo que debe saber hacer con la mayor discreción y prudencia.
Todas estas reflexiones podrían acomodarse perfectamente a la prospectiva sobre la segunda legislatura de Artur Mas, con su promesa de consulta de autodeterminación, su fecha indicativa de 2014 y su posterior renuncia a presentarse de nuevo, pero la verdad es que viene a cuento por Aznar y su promesa de completar solo dos mandatos, de la que da cumplida y larga explicación en el primer volumen de sus memorias recién publicadas (Memorias, I, editorial Planeta). En realidad es el único tema de su trayectoria sobre el que da clara y suficiente explicación en este libro de por sí bastante inane.
Lo más inquietante del razonamiento de Aznar, que desatiende todos los consejos de amigos y conocidos, españoles y extranjeros, es que al cabo de la calle decide presentarse por “la lealtad a la palabra dada”, que es lo mismo que decir lealtad hacia sí mismo. Tiene como atenuante un segundo y sólido motivo que añade a continuación, “la certeza de que nadie es imprescindible”, sobre el que no se explaya mucho, al contrario: las memorias circulan en dirección opuesta, en la de esparcir el sentimiento de que él es único e imprescindible.
Aznar utiliza una expresión realmente acertada a propósito de todo este caso: “la gestión de mi propia pasión política”. Y a fe que se nota cómo le abrasa la pasión cuando decide ponerse manos a la obra para nombrar a su sucesor. “Nadie me obligó a irme —escribe, más chulo que un ocho— y si lo hice no fue para ejercer el poder. Si hubiera querido seguir ejerciéndolo me habría quedado. Me fui porque creí que era lo mejor para España”.
Es difícil hacer mayor exhibición de poderío, solo dolorosamente amortiguado por la derrota de Rajoy ante Zapatero, que Aznar echa en la cuenta de su combate apocalíptico con el terrorismo. La operación “habría salido perfectamente si no hubiese sido por los atentados del 11 de marzo de 2004”.El inmenso gusto por haberse conocido le impide observar una sola mota de polvo en su reacción ante dichos atentados que pudiera explicar el mal resultado alcanzado en las elecciones.
Bien está lo que bien acaba. Rajoy al fin venció. Al placer que exhibe Aznar ahora en sus memorias como el monarca electivo que fue durante sus ocho años añade la exhibición del placer de haber elegido al monarca para los siguientes: rey y hacedor de reyes. En ningún otro episodio del libro se percibe de forma tan clara el gusto por el poder y el placer de moldear la vida de los otros, utilizados como mercancías en el comercio de los hombres, que es como llamaba Montaigne a la política.
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