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Columna
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Bebesaurios

China no deja de ser una revolución institucionalizada por un partido único con el exclusivo fin de preservar el poder de sus integrantes

Esa fue la afortunada expresión que algunos analistas mexicanos encontraron para describir hasta qué punto resultaron infundadas las esperanzas de que el relevo generacional dentro del PRI diera lugar a una nueva forma de hacer política, más abierta hacia la sociedad, menos opaca, menos burocrática y, sobre todo, menos corrupta. La juventud, concluyeron, era incluso contraproducente, porque un dinosaurio viejo está cansando y ya lo ha demostrado todo, mientras que uno joven tendrá más energías que dedicar a cometer los mismos errores, acentuados por su inexperiencia, inseguridad y, sobre todo, el deseo de consolidar rápidamente su posición de poder. De ahí la frustración con el relevo generacional, que en lugar de renovar la vida política daba lugar a gobiernos idénticos basados en la misma mezcla de compadreo, caciquismo, represión, anquilosamiento burocrático y captura por parte de intereses privados.

Es curioso que algo tan idiosincrático como el régimen político mexicano pudiera viajar tan bien tantos miles de kilómetros para ofrecernos una explicación que se ajusta como un guante a lo ocurrido en Pekín estos días con motivo de la rotación en la cúpula de poder del Partido Comunista Chino. Porque China no deja de ser una revolución institucionalizada por un partido único con el exclusivo fin de preservar el poder de sus integrantes. Un partido que aprendió a costa de un grandísimo sacrificio humano una lección esencial en política: que en cualquier partido, las personas deben ir antes que las ideologías y que, en caso de duda, lo mejor es sacrificar las ideologías antes de que las ideologías te sacrifiquen a ti (una experiencia que el propio Deng Xiaoping, arquitecto de las reformas económicas chinas, vivió personalmente al verse obligado a renunciar a sus cargos, hacer “autocrítica” y aceptar ser enviado a trabajar como obrero a una fábrica).

Cierto que el Partido Comunista Chino no ha abrazado la democracia, pero eso es quizá pedir demasiado: aquel maoísmo, que además de acabar con más de treinta millones de chinos durante los años del Gran Salto Adelante, también estuvo a punto de acabar con los propios maoístas, decidió en un momento convertirse del comunismo al cinismo y permitir todo aquello que se supone que no debía tolerar; especialmente, fomentar la acumulación de riqueza en manos de unos pocos y, en paralelo, crear una aristocracia gobernante basada no el mérito ni el fervor ideológico sino en los lazos familiares y personales. ¿Podría Marx siquiera imaginar que el lento tránsito de miles de años hacia al socialismo desde las sociedades tribales-esclavistas, pasando por las agrarias-feudales hasta el capitalismo avanzado iba a volver al punto de inicio con el redescubrimiento de las lealtades familiares y personales como forma de gestionar una sociedad poscomunista?

Porque eso es lo que percibimos en la renovación de la cúpula de poder en China, que se ha completado estos días dando paso a líderes provenientes de dos ámbitos. Por un lado, los llamados principitos, como Xi Jinping, que tienen en común el ser los hijos de las grandes figuras que hicieron la revolución, unos niños que se criaron juntos en las escuelas de élite del partido y que han ascendido sobre la base de sus contactos familiares. El nuevo líder, Xi Jinping, es sin duda el mejor ejemplo de esta institucionalización familiar de la revolución pues su padre fue comisionado militar, gobernador y vicepresidente. Por otro lado, tendríamos aquellos que han ascendido gracias a la vía de acceso proporcionada por la Liga de la Juventud Comunista, como los salientes Hu Jintao y Wen Jiabao o el ascendiente Li Keqiang.

Ambas facciones han tenido sumamente entretenidos a todos los observadores externos. Unos han apostado porque los principitos, al haber vivido en su propia carne los excesos dogmáticos del maoísmo (muchos de sus padres fueron arrestados o cayeron en desgracia durante la Revolución Cultural), serían más pragmáticos y reformistas. Otros, por el contrario, han apostado porque aquellos de origen más humilde y menos aristocrático, al estar más conectados con el pueblo y valorar más el esfuerzo personal, tendrían una sensibilidad distinta hacia los temas sociales. Pero la realidad siempre ha defraudado a ambos pues ni unos ni otros han antepuesto nunca ninguna preferencia ideológica a su principal objetivo, que ha sido personal (lograr culminar una carrera política exitosa dentro del partido más opaco, poderoso y rico del mundo) y solo secundariamente político.

En 1989 el Partido se dividió entre demócratas e inmovilistas, lo que llevó a los trágicos sucesos de Tiananmen. Pero hoy el éxito del sistema chino y el secreto de su perpetuación se basa en que filtra con bastante éxito a todos aquellos que primarían las reformas sobre la unidad del Partido. Como no podía ser de otra forma, un dinosaurio solo elegiría un bebesaurio para sucederle, no a un Gorbachov.

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