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EL PAÍS SEMANAL

Caminando entre bombas en Afganistán

Las bombas trampa son el 'arma de destrucción masiva' del ejército talibán y la mayor causa de muerte entre los civiles afganos y los soldados de la coalición internacional. Vivimos la tensión de un día en la unidad de desactivadores de explosivos de la ISAF.

Un equipo de Estados Unidos con uno de los robots que utilizan para desactivar las bombas.
Un equipo de Estados Unidos con uno de los robots que utilizan para desactivar las bombas.Hernán Zin

“Fire in the hole, fire in the hole!”. Cuando suena esa orden a través de la radio (literalmente, fuego en el hoyo), todo el mundo se esconde detrás de los blindados o se echa cuerpo a tierra. La explosión se va a producir en unos segundos. Abro la boca para que no me estallen los tímpanos y trato de mantener la cámara enfocada hacia el lugar donde se supone que estaba la bomba enterrada por los talibanes. La radio calla y se hace un silencio tenso. Pesado. Los desactivadores han decidido no arriesgarse, así que han mandado al robot teledirigido para que coloque una pequeña carga junto al artefacto casero. Cuando la bomba estalla, la onda expansiva mueve el vehículo donde me encuentro grabando y me desplaza hacia atrás. Trozos de tierra caen a nuestro alrededor y una espesa cortina de humo nos envuelve. “Así suenan 20 kilos de explosivo talibán”, dice un soldado sonriendo y dándome palmaditas en el hombro.

Caminar sobre bombas no está muy bien pagado, apenas unos cientos de dólares más al cabo del año que el resto de soldados de a pie destinados en Afganistán. Por eso, el que se mete a desactivador, a EOD (explosive ordenance disposal) tiene que ser alguien muy especial y muy motivado. Te juegas saltar por los aires todos los días para que otros no salten por los aires. Y tampoco te haces rico por ello. “Tienes que mirar constantemente a tu alrededor, entender la situación, estar alerta. Sobre todo te tienes que fijar en lo que no se ve, porque eso es lo que te mata. No puedes tener ojos solo para la bomba, porque a lo mejor te han colocado otros explosivos alrededor del artefacto principal, y esos son los que acabas pisando. Así han caído muchos compañeros”. El sargento Steven Maher, de 49 años, corpulento, agradable, habla pausado para que entendamos todos los matices de lo que nos está narrando. Su trabajo consiste en jugarse la vida ante artefactos explosivos improvisados (IED, en sus siglas en inglés), con los que los talibanes, ante el superior poderío bélico de las tropas internacionales, intentan hacer pagar su precio de sangre a los soldados.

"Cuando nos dan el aviso de una bomba, a veces piensas: '¡Hoy ha llegado mi hora!"

Las oficinas del grupo 787 de desacti­­vadores están en el centro de la Base Lagman, en la provincia de Zabul, una de las más castigadas por la violencia talibán. Maher nos enseña las instalaciones mientras caminamos entre espoletas oxidadas, viejos obuses de mortero, carcasas de di­­ferentes proyectiles o balas de varios calibres. Estas son las herramientas de trabajo de esta gente. En una esquina hay acumuladas varias minas antipersona y antitanque de diferentes colores y tamaños. Esa es la siembra que tres décadas de guerra ha dejado en el subsuelo de Afganistán. Las hay rusas, paquistaníes, chinas. ¿Alguna estadounidense? “Alguna”, dice sonriendo este sargento nacido en Nueva Jersey sin dejar de fumar un puro sin vitola que, asegura, es nicaragüense, no cubano. Maher cuenta que los talibanes ya no usan esas minas, que lo que ponen ahora son artefactos caseros, bidones de gasolina rellenos de pólvora y enterrados en los caminos, y que se activan por un mecanismo de presión. “Yo, personalmente, he encontrado unos 50 o 60 de esos. Entre todos mis colegas habremos desactivado probablemente miles. Cuando lo encontramos en una carretera o en el campo, y si la situación lo permite, lo vuelo allí mismo. Pero si nos lo ponen en medio de la ciudad o al lado de una mezquita o una escuela, entonces no tenemos más remedio que desactivarlo”.

Estos hombres y mujeres no responden al patrón de ese tipo bipolar, temerario y auténtico yonqui de la adrenalina, con el que la oscarizada película En tierra hostil dibujó a estos desactivadores. De hecho, todos coinciden en decir que el protagonista de esa película no habría durado mucho con esa actitud suicida ni en Irak ni en Afganistán. Aun así, las cifras oficiales hablan de al menos 111 desactivadores estadounidenses muertos entre ambas guerras. “Ahora los robots hacen la mayor parte de nuestro trabajo. Ahorramos mucho tiempo y muchos nervios. De hecho, si le explota la bomba, recoges lo que queda, lo metes al camión y se lo envías al Ejército para que lo arreglen. Mira, mi entrenamiento le ha costado al Gobierno de EE UU un millón de dólares. Si muero, es un gasto enorme y soy irreemplazable. Este robot, sin embargo, cuesta solo 100.000 y si explota, lo devuelves”, sentencia Maher.

Un millón de mutilados

Las características del país, sin apenas carreteras o caminos asfaltados, propicia que casi todas las bombas trampa sean detonadas en el lugar donde se encuentran. Pero no siempre se encuentran. Y son los lugareños los que, cada vez con más frecuencia, las encuentran porque las pisan. El hospital de la Cruz Roja Internacional en Kabul recibe una media de tres nuevos pacientes afganos al día. “Trabajo en esto desde hace tiempo, y esas bombas nuevas son muy poderosas. A diferencia de los mutilados por las viejas minas, no solo han perdido una pierna, han perdido las dos. O las dos y un brazo. O dos piernas, un brazo y un ojo. Tienes las combinaciones más terribles que imagines. Son devastadoras, matan a muchos. Es horroroso lo que vemos aquí todos los días”. El doctor Alberto Cairo dirige desde hace 20 años ese hospital ortopédico donde nunca se pregunta por el origen del paciente. Da igual si es un pastor de ovejas pastún, un niño tayiko, un soldado del Ejército afgano o un insurgente talibán. Muchos le llaman El ángel de Kabul, porque desde que llegó nunca abandonó a los afganos. Cairo ha conocido al menos cuatro regímenes diferentes y todos igual de violentos: el prosoviético, el de los muyahidines, el de los talibanes, el actual de Hamid Karzai: “Afganistán no parece ser un país con mucha suerte. Y es una pena porque este pueblo tiene un enorme potencial. Los afganos son espabilados, aprenden rápido, trabajan duro, pueden hacer cosas increíbles, pero mira a nuestro alrededor. Todavía conforman uno de los países más miserables del mundo. Pero esto no se explica solo con la mala suerte. Hay otras responsabilidades, tanto de la comunidad internacional como las domésticas”.

Esas responsabilidades podrían ser el destino real de los casi 30.000 millones de euros que los países donantes han invertido en el desarrollo de Afganistán desde 2001. Eso significa un millón de euros por cada uno de los 30 millones de afganos, pero, a modo de ejemplo, por el momento Kabul no tiene ni siquiera un semáforo operativo. Aunque han mejorado algunas cosas en el país, es una temeridad abandonar Kabul en coche porque las opciones de que te secuestren o te embosquen los talibanes son altísimas. Afganistán sigue estando al final en casi todas las estadísticas. Sigue siendo un país invertebrado, gobernado por un Ejecutivo salido de dos elecciones amañadas, con una Administración corrupta hasta la médula y que no sabe qué hacer con más de un millón de mutilados. La esperanza de vida continúa a niveles africanos, la alfabetización no pasa del 40%, y según el International Rescue Comitee, y pese a todos los esfuerzos por mejorar su situación, Afganistán sigue siendo el país más peligroso del mundo para nacer mujer. La ONG lo ha medido en parámetros de acceso a la salud, a la educación, en la discriminación económica que sufren, en el elevado grado de violencia sexual y no sexual, y en las tasas de violencia doméstica, que, por cierto, no está castigada en el Código Penal. “Ahora podemos decir que la cosa ha mejorado mucho”, dice la ginecóloga Mahtab Behzad. “Hasta hace poco se nos moría una mujer cada media hora al dar a luz; ahora fallece, sobre todo en provincias como Badaghstán, una mujer cada dos horas”. Las terribles cifras concuerdan con las facilitadas por Save the Children, que eleva a 50 las mujeres que cada día mueren en Afganistán al dar a luz.

Al menos 111 desactivadores estadounidenses han muerto en las guerras de Irak y Afganistán

Behzad pertenece a la última promoción de ginecólogas que lograron licenciarse en la Universidad de Kabul antes de que los talibanes prohibieran estudiar a las mujeres. Su relato es el de alguien que espera representar al nuevo Afganistán. O al menos el nuevo papel de la mujer en Afganistán, pero ella misma se considera una privilegiada. Casi el 90% de las mujeres en este país siguen siendo analfabetas, y la mayoría, el 80%, acaban casadas en matrimonios forzados. Mahtab asiente cabizbaja cuando le recuerdo a la poeta Nadia Anjuman, asesinada en 2005 por su marido: “Estoy enjaulada en esta esquina llena de melancolía y de pena. Mis alas están cortadas y no puedo volar. Soy una mujer afgana y debo lamentarme”. Mah­tab cuenta lo difícil que es, incluso para ella, cambiar muchas de las ancestrales costumbres y códigos tribales que perpetúan la posición de la mujer. “En cuanto se fueron los talibanes yo guardé todos mis burkas, pero no, no los he tirado por si acaso”, dice con voz baja.

El hastío de la guerra

¿Y qué se sabe de todo esto en las bases militares donde están los soldados de la coalición? Pues poco, francamente poco. Los casi 100.000 soldados todavía destinados en Afganistán viven en esas burbujas llenas de comodidades, con comida traída por vía aérea en contenedores, con wifi, agua caliente, tiendas de suvenires regentadas por filipinos o franquicias de sus marcas de comida favoritas: Friday’s, McDonald’s, Green Been. Muchos de ellos ni salen del re­­cinto militar. La vida en la base Lagman, por ejemplo, cerca de la frontera con Pakistán, transcurre entre la indolencia y el aburrimiento. Se percibe cierto hastío, cierta desidia por una guerra interminable. Preguntas a los soldados y fuera de cámara te reconocen que no saben muy bien si avisar al enemigo de que te vas en 2014, como ha hecho la OTAN y la Casa Blanca, significa que la misión está cumplida o que se está admitiendo la derrota. Son ya 12 años de guerra contra el terrorismo. Contra los talibanes y contra las bases de Al Qaeda, pero se trata de una guerra no convencional. Contra un enemigo invisible, que solo abandona sus refugios en el vecino Pakistán para sembrar las carreteras afganas de explosivos. Apenas hay ya grandes enfrentamientos u operaciones militares con despliegue de tropas. Así que estos soldados de la coalición internacional se sienten expuestos a un peligro innecesario. Saben que pueden convertirse en bajas inútiles de una guerra con fecha de caducidad. En los últimos muertos del tiempo de descuento. Y a nadie le hace gracia morir en la prórroga, en esos meses extra que quedan para abandonar el país.

Tras 12 años de 'guerra contra el terror', el enemigo sigue siendo invisible

“Bueno, creo que cada soldado al que preguntes tiene su propia opinión sobre eso”, dice discretamente el teniente Paul Finelli, jefe de una unidad de desactivadores. Finelli tiene solo 25 años, pero ya manda a soldados mucho más veteranos que él. Las guerras de Irak y Afganistán han permitido que la escala de oficiales del Ejército de Estados Unidos se haya rejuvenecido porque se asciende muy rápido por méritos de guerra. Los EOD, los desactivadores, son, además de tipos duros, soldados muy respetados por el resto de militares. Porque se la juegan cada vez que salen. Porque su trabajo es buscar y encontrar las bombas que están destinadas a ellos. Finelli es creyente. Siempre que sale a desactivar una bomba se lleva una medalla de San Miguel, una carta de su novia y reza antes de empezar a trabajar. Su lema, como el de casi todos los desactivadores, es pensar de manera diferente, “Out of the box”: “No puedes pensar de manera normal cuando hablamos de bombas. Tienes que pensar en lo que estaba pensando el que coloca la bomba. Que es lo que intentaba. Te tienes que meter en su cabeza e intentar entender qué hay delante de ti, qué te han preparado, antes de empezar a desactivarla”.

La carretera más peligrosa

La única manera de llegar de forma segura a la base avanzada Bullard, en medio de la provincia de Zabul, es cogiendo uno de los helicópteros Chinook que aprovisionan al destacamento. Esta base está en medio de la nada. Todo alrededor es desierto. Las maniobras evasivas para evitar un ataque con misiles convierten la nave en una centrifugadora. Al aterrizar, me fijo en la pegatina del casco del artillero: “Deja de gritar, yo también tengo miedo”. El tipo sonríe y me hace señas para que me agache y evite el calor de las toberas de la aeronave.

“No se puede estar estresado todo el día. Cuando nos dan el aviso de una bomba, es cierto que puedes morir, e incluso a veces piensas: ¡hoy sí!, ¡hoy ha llegado mi hora! Pero bueno, te concentras y esperas que ese no sea el día”. Mitch Lokker, con su bigote de galán de los cincuenta, es el jefe de la Unidad 630 de desactivadores en Bullard, que tiene que lidiar con una bomba trampa casi cada día. Su equipo de cuatro expertos en explosivos supervisa unos 50 kilómetros de los 450 que tiene la autopista Nº 1. Cuando se construyó, en 2003, se inauguró con una enorme publicidad (y a unos costes desorbitados por varios contratistas norteamericanos) como la mejor manera de vertebrar el país. La autovía une Kandahar con Kabul, las dos principales ciudades del Estado, y se suponía que iba a ser la arteria a través de la que fluiría la sangre del nuevo Afganistán próspero y democrático. Hoy se ha convertido en la carretera más peligrosa del país y está socavada por decenas de cráteres. Solamente en lo que llevamos de año ha habido más de 300 atentados con bombas trampa y casi 400 emboscadas. Por no hablar de los robos y secuestros… Es decir, una bomba o un ataque cada kilómetro. Los talibanes la atacan constantemente para interrumpir los suministros de las tropas de la OTAN y paralizar la economía del país. Lokker, que estudió relaciones internacionales, es consciente de que este país indómito jamás ha sido conquistado, que por aquí han pasado los griegos, los mongoles, los indios, los británicos, los rusos… Y sabe que la guerra de desgaste contra un ocupante es la mejor manera de acabar expulsándolo. Le pregunto qué le llevó a meterse a desactivador y contesta que, prácticamente, lo hizo por tradición familiar. “Mi prometida no tiene ningún problema. Su propio hermano también es desactivador, aquí en Afganistán. Mi padre es desactivador en la marina, y mi otro hermano es soldado… en fin… Las reuniones familiares suelen ser divertidas”.

Miembros del equipo de desactivadores de Estados Unidos, durante un descanso en su base.
Miembros del equipo de desactivadores de Estados Unidos, durante un descanso en su base.Hernán Zin

Cuando suena la alarma en las oficinas del 630 en Bullard, todos nos ponemos en marcha. Se ha encontrado una bomba en el lateral de la autopista. Desde ese momento, el convoy militar, cuatro vehículos blindados MRAP, pasa a estar bajo el mando de la sargento Kendall Redd, una mujer menuda y resuelta. Ella es la desactivadora jefe y será la que decida, tras estudiar la situación, qué hacer con la bomba. Subimos en los blindados sabiendo que a los soldados no les hace mucha gracia. Somos civiles, no combatientes que ocupamos dos puestos en un escenario de guerra. Somos un estorbo. A nuestro lado viaja un intérprete afgano al que tenemos prohibido citar por su nombre. Normalmente los traen de otras provincias para evitar que los locales los reconozcan y sufran represalias por colaboracionistas. Tampoco podemos fotografiarlos. Internet llega a todos los lados, incluidos los talibanes, y se han dado casos en los que los insurgentes se han vengado con las familias de los traductores en sus localidades de origen.

Este es uno de los trabajos más peligrosos del mundo. La tensión se dispara hasta límites de colapso.

Acompañar a estos hombres te hace pensar que esa puede ser tu última mañana. Este es uno de los trabajos más peligrosos del mundo. Nuestra tensión se dispara hasta límites de colapso. Suelen salir de la base con una información muy básica: alguien que ha visto tierra extrañamente removida en un sendero o ciertos cables que sobresalen entre el pavimento. Así que vamos en el blindado en silencio, rumiando nuestra propia insensatez. Pensando que ir ahí dentro, agobiados por un calor infernal, esperando que las bombas que hay en el camino no exploten sobre nuestro vehícu­­lo, desafía cualquier consulta al sentido común. El miedo se percibe en la risa tonta que nos entra a todos, soldados, traductores, reporteros. Por la mirilla se pueden ver a lo largo de la autopista pequeños puestos avanzados del Ejército afgano que son regularmente atacados por la noche. “Están vendidos”, dice un militar de la ISAF.

Cuando llegamos al lugar indicado, los tres soldados afganos que han encontrado la bomba están quietos alrededor de ella. Bajamos del vehículo y nos mantenemos a distancia. Antes de empezar a trabajar le pregunto a la sargento Kendall por el miedo, por la tensión, por los nervios: “Sobre todo tienes que tener respeto, muchos de los que fabrican los explosivos no son tontos. Hay que tener respeto por el artefacto que tienes delante, porque si no lo trates como una trampa explosiva, te va a matar”. Kendall, de 25 años, es de Scrappoose, un pequeño pueblo de Oregón. Cuando entró en el Ejército, en 2007, fue destinada a Bagdad como analista de inteligencia. Allí se hartó de hacer informes sobre ataques con explosivos improvisados contra las tropas y decidió cambiar de registro.

Así que cuando la vemos avanzar deci­dida con el detector de metales, en dirección a la bomba, contenemos la respiración y cruzamos los dedos para que no ocurra nada. Parece mentira el arrojo que tiene esta mujer. Es una situación un tanto extraña. No es habitual fotografiar a alguien a quien conoces, e incluso aprecias, mientras se juega la vida. Y Kendall está caminando sobre bombas. Cuando llega a la zona, decide darse la vuelta ante el olor del peligro. Manda el robot y este coloca una carga explosiva de C-4 para volarlo todo allí mismo. Tras la explosión dirá: “Siempre hay algo de miedo. Y eso es bueno porque te hace ser más segura. Y más cuidadosa. Pero si el miedo te domina, vas a comprometer tu trabajo, y no vas a hacerlo bien”.

Cuando nos retiramos de la zona, el teniente Doaga, del destacamento rumano que da cobertura a la misión, comenta que estamos en una zona de paso de los talibanes. En primavera suben desde Pakistán para infiltrarse y en invierno regresan a sus bases en el país vecino. Por eso esta zona es tan peligrosa. “No descartes”, dice el teniente, “que el insurgente que ha puesto la bomba esté ahora mismo observándonos desde algún lugar, escondido entre las rocas o dentro de alguno de los coches que han sido bloqueados en la carretera. Puede ser cualquiera”. El gran ojo de los zepelines aerostáticos, con sus cámaras de visión nocturna, escruta la carretera en busca de tipos sospechosos que se agachen a escarbar o dejar algo, pero, como dice Doaga, estamos en territorio pastún, en zona talibán, y cualquiera, un pastor, un conductor, un paseante, puede ser el que deje la bomba en esta carretera de la muerte.

El reportaje ‘Caminando entre las bombas’ se emite en Canal + el 24 de octubre a las 21.45.

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