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Columna
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El presidente y el gran empresario

Gracias a Bernard Arnault, en Francia vemos el egoísmo empresarial caricaturizado, y el patriotismo fiscal en plena exaltación

¿Cómo se puede ser belga? Desde que Bélgica existe, los franceses no se cansan de plantear la pregunta, vaticinando en cada acontecimiento imprevisto institucional o lingüístico la disolución de este pequeño país del que nunca han entendido – y menos aún compartido – su tradición de pragmatismo, su sentido del compromiso, su desdén por los grandes discursos y su gusto por el placer. Imagínense entonces su asombro ante la idea de que un francés quiera convertirse en belga.

Hay que decir que en el caso de Bernard Arnault, el emperador del lujo a la francesa, dueño del grupo LVMH, es decir de Dior, Vuitton, Moet Hennessy, Guerlain, Givenchy, y paso por alto algunos, primera fortuna de Francia y cuarta mundial, esta repentina aspiración por convertirse en belga nos deja atónitos. Su solicitud para adquirir la nacionalidad belga se hace pública en un momento en que François Hollande y su Gobierno endurecen considerablemente la presión fiscal, y en el que el mundo empresarial, con Arnault a la cabeza, intensifica su presión con la esperanza de evitar el gravamen del 75% sobre los sueldos que superen el millón de euros, una promesa de campaña del candidato Hollande, quien hoy en día asegura que está convencido de que le debe su victoria. La decisión de Arnault es todavía más extraña porque, al igual que los cerca de 200.000 franceses que ya han optado por ser residentes belgas, y por tanto por pagar allí sus impuestos, podría establecerse en Bélgica sin tener que adoptar su nacionalidad. No es mi intención, se defiende, seguiré pagando mis impuestos en Francia. Cualesquiera que sean las verdaderas intenciones de este gran depredador, el asunto se vuelve simbólico, se convierte en un escándalo y sirve, paradójicamente, los intereses de un François Hollande al que, justo cuatro meses después de su elección, le cuesta encontrar sus referencias presidenciales.

¿Qué hace el presidente de la República, qué quiere, y adónde nos lleva?, se preguntan los franceses. Peor aún, se impacientan, empezando por los que sufren con la crisis y los que creyeron en las promesas milagrosas de las campañas electorales. Ayrault, el primer ministro, habla sin convencer, ni siquiera dentro de su propio Gobierno en el que las rencillas territoriales se multiplican. Para los temas delicados, se crean comisiones. Los medios de comunicación, prestos a sentir hacia dónde sopla el viento a tenor de sus ventas, endurecen sus palabras y hablan de aficionados. El presidente “normal” ya no tiene éxito.

A base de denunciar a Sarkozy, su hiperactividad y la especie de histerismo que había imprimido a la función presidencial, Hollande, por haberse contentado demasiado tiempo con eso, se encuentra atrapado hoy día en un movimiento de resaca. Es verdad que Sarkozy había irritado a la mayoría de los franceses, pero también les había acostumbrado a un ritmo y a una reacción tales ante los acontecimientos, en sus palabras cuando no en sus actos, que la postura elegida por su sucesor parece anacrónica e inadecuada ante las circunstancias. ¿Es “normal” la época? Descenso de las cotas de popularidad, aumento constante del desempleo, ralentización del crecimiento a pesar de los encantamientos oficiales, incremento de la deuda pública después de la indulgencia pasajera de los mercados: desde hace algunos días, el Elíseo ha tomado conciencia del peligro. El presidente se muestra, habla, cambia de tono y se esfuerza por imprimir su estilo. Estoy en primera línea, dice en la televisión, hay realmente un piloto en el avión, sé a dónde voy, me doy dos años para enderezar Francia y todo el mundo tiene que participar en el esfuerzo, empezando por los más ricos.

Problema: el crecimiento disminuirá hasta el 0,8% el año que viene. A menos que se reduzca radicalmente el coste del trabajo en Francia, resulta imposible en estas condiciones esperar una creación de empleo. Esta es la verdadera contradicción en la que se encierra un Gobierno que favorece el diálogo social con unos sindicatos tradicionalmente débiles sin por ello reconocer que la crisis impone un enfoque radicalmente distinto.

En un país en el que la cultura económica es mediocre, y en el que el Estado es omnipresente, la empresa sigue siendo un mundo aparte, desconocido y por fuerza sospechoso. La angustia de la crisis, el desempleo y el aumento de las desigualdades intensifican la propensión de la clase política – la derecha incluida – a glorificar la igualdad en vez de la libertad. En Francia, más que en otros lugares, no nos gusta el dinero de los demás. Gracias a Bernard Arnault, vemos el egoísmo empresarial caricaturizado, y el patriotismo fiscal en plena exaltación. Haría falta mucho más de eso para atreverse a realizar las reformas necesarias.

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