Yamal, el matón que apaleaba por 25 euros
La improvisada cárcel de Azaz acoge a seis 'shabiha', matones a sueldo del régimen, sin posibilidad de un juicio justo en manos de los rebeldes
Menos la mirada del preso de pie en el centro de la sala, todo lo demás parece improvisado. Y casi lo es. Un portón ladeado conduce a un patio y este, al pasillo en el que se dividen dos habitaciones grandes diáfanas cerradas con rejas. Es la cárcel de Azaz, custodiada por 25 hombres y adolescentes fusil al hombro miembros del Ejército Libre de Siria (ELS). El director, desde hace 10 días, se llama Abu Ahmed y enseñaba matemáticas antes de que la violencia tras la revolución obligase a cerrar las escuelas. “Aquí solo hay detenidos de forma temporal”, explica Abu Ahmed, del brazo civil del ELS. Porque no solo de combatientes se nutre el batallón rebelde. Yamal es uno de los 35 prisioneros que encierra la cárcel. Es un shabiha, un matón a sueldo del régimen. En otras palabras, si la película rebelde tuviera villanos, serían los shabiha. Quien los nombra, siempre exclama.
Yamal, suní como la mayoría de sirios, permanece quieto con las manos a la espalda, pero sin esposar, en formación con inclinación militar. Su delito: Apalear a los manifestantes anti-Asad. Las pruebas: Le grabaron en vídeo los asistentes a las protestas. Los cargos, según el abogado que auxilia a Abu Ahmed en la prisión, son el uso de la violencia para repeler las marchas contra el Gobierno de Bachar el Asad. “Me están tratando bien y espero justicia”, dice solícito Yamal. Sus ojos, grandes, apagados, pero llorosos, tratan de atrapar y fijar, sin pestañeo, la mirada del interlocutor. Viste una camiseta blanca y un pantalón de chándal a la altura del gemelo. Las ojeras le caen en un rostro sin color. “El Gobierno”, explica Yamal, “nos prometía trabajo y nos pagaba 2.000 libras (25 euros) por cada manifestación a la que íbamos”. La cinta que le llevó a la cárcel captó cómo lanzaba piedras a los manifestantes. Y si no eran piedras, utilizaba palos. También iba armado con una pistola semiautomática (modelo Makarov).
Así son los shabiha. No forman parte del Ejército, pero como todos los sirios, debido al servicio obligatorio, tienen formación militar. Van de paisano, armados y hacen el trabajo sucio del régimen, en las calles o desde las ventanas armados con fusiles. Yamal tiene 31 años, una mujer y una hija. “Ahora nadie les habla en Azaz”, señala el reo. Su paso por la cárcel ha difuminado el halo de horror y odio que cubre a los shabiha. O casi. La mirada no deja en modo alguno indiferente. Yamal no es el único shabiha de la cárcel, otros seis le acompañan.
Ninguno de ellos cuenta con la posibilidad de un proceso judicial al uso. Azaz, ciudad siria situada a un par de kilómetros de la frontera, fue controlada definitivamente por el ELS el pasado 28 de julio y la transición, si es que camina, lo hace muy lento. “Estamos esperando a un juez de Alepo”, explica Abu Ahmed, “pero aún no viene”. ¿Cómo y quién apresa entonces en las calles de Azaz? “El ELS lo hace después de que la gente denuncie”, continúa en su relato el director de la prisión. La aclaración viene de nuevo del abogado: “Pero necesitamos testigos”. Las familias, según defienden, pueden visitar a los reos. Y la ley que aplica el centro es la misma que se aplicaba durante el régimen. “Aunque ahora no puedes pagar para irte”, dicen entre risas los empleados de la cárcel.
El calor y el Ramadán atrapan tirados entre colchones a todos los presos. Solo uno permanece de pie apoyado junto a la reja. Se mantiene a la espera. Es Yamal. Fija la mirada de nuevo.
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