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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El opio del comunismo chino

La religión es el último caballo de batalla de un partido que ha renegado de sus principios económicos para abrazar un capitalismo adaptado al país

Un monje budista en Lhasa.
Un monje budista en Lhasa.Eugene Hoshiko (AP)

La decisión de Pekín de desatar una nueva campaña de represión y detenciones en Tíbet se enmarca en las inseguridades crecientes del Partido Comunista Chino (PCCh), que ha hecho de la religión, en cuanto que credo distinto de la ideología, uno de sus principales caballos de batalla. Tras abjurar de los principios económicos del comunismo para adoptar un capitalismo a ultranza bajo el disfraz del eufemismo “socialismo con característica chinas”, el PCCh lucha por mantenerse como padre-dios-partido, de la ciudadanía china. De ahí, su intolerancia a cualquier religión que pueda disputarle el sitio. Además, en el Imperio del Centro, las reivindicaciones religiosas van casi siempre unidas a las grandes demandas nacionalistas, que se enfrentan directamente al nacionalismo asimilativo, unificador y en expansión de Pekín.

En las tres grandes regiones —Tíbet, Mongolia y Xinjiang— que en algún momento del pasado siglo se declararon independientes de Pekín, la religión juega un importante papel. Los ciudadanos de las dos primeras profesan el budismo tibetano y los uigures —que poblaban Xinjiang aunque ahora son la segunda etnia tras los han, la etnia a la que pertenece el 90% de la población china— son musulmanes. Las firmes creencias de esos pueblos chocan con el sincretismo de la mayoría han, en el que se enlazan distintas doctrinas y enseñanzas sociales, como el confucianismo.

Para los tibetanos, la religión forma parte de su propia idiosincrasia y la ausencia del Dalái Lama, exiliado en India tras la revuelta de 1959, genera una constante frustración. El temor a que muera y no lo vuelvan a ver —el Dalái Lama tiene 76 años— y la incertidumbre que genera el proceso de búsqueda de su sustituto —el niño en que se encarne el alma del Dalái tras su fallecimiento— se encuentran tras la desesperación que en los últimos meses ha llevado a varias decenas de tibetanos, en su mayoría monjes, a inmolarse.

A su vez el PCCh, también atraviesa una delicada situación. Se enfrenta el próximo otoño a un cónclave decisivo, el XVIII Congreso, en el que cambiará la cúpula directiva de este enorme engranaje de 80 millones de miembros. El escándalo de Bo Xilai —exjefe del partido en la municipalidad de Chongqing— ha sacado a la luz una de las más sórdidas luchas de poder, mientras en la superficie los altos mandos propagan que los cambios se realizan de forma armónica.

Para los tibetanos, la ausencia del Dalái Lama, exiliado en India tras la revuelta de 1959, genera una constante frustración

Que la respuesta de China a la inmolación —la expresión más descarnada de angustia— de los jóvenes tibetanos sea más represión revela la torpeza del PCCh a la hora de abordar las necesidades más profundas de quienes quiere que le consideren como un padre.

El PCCh ha invertido miles de millones de euros en desarrollar Tíbet, en superar la lacerante miseria de esa población y en comunicar esta región, conocida como el Techo del Mundo, con el resto del país, con la esperanza de que así podría ganarse el corazón de los tibetanos. Las inmolaciones demuestran que no lo ha logrado. Para muchos tibetanos, sobre todo los monjes, no existe bienestar posible sin la presencia del Dalái Lama.

Tras la barbarie de la Revolución Cultural (1966-1976), en que fueron saqueados, destrozados e incendiados numerosos monasterios y templos por toda China y especialmente en Tíbet, las autoridades chinas mostraron una cierta tolerancia hacia ese pueblo y sus creencias, pero nunca abordaron con interés las conversaciones para facilitar el regreso del Dalái a su residencia del Potala, en la ciudad de Lhasa, o a cualquier otro monasterio de esa ciudad puesto que el año pasado renunció a todos los poderes políticos que antes detentaba, para concentrarse en su papel de guía espiritual.

China debería haber comprendido, cuando murió el Panchen Lama, la segunda autoridad religiosa tibetana, en 1989, que era el momento de abrir un diálogo serio para integrar al exilio tibetano. Por el contrario, cayó en el error de involucrase en la reencarnación de lo que la mayoría de los tibetanos considera un “falso” Panchen. Corregir es de sabios. Pekín puede abrir los brazos al Dalái antes de su muerte. No solo aplacaría la tensión en Tíbet sino también contentaría a millones de creyentes budistas hanes.

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