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Mis hijos y el colegio español

Los niños en España aprenden a hacer grupo de amigos desde la primaria, pero el nivel de exigencia es menor que en Gran Bretaña

Forges

Cuando vi a mi hijo de cuatro años que se subía a un autocar para irse tres días de campamento escolar, y al director del centro que quitaba importancia a mi preocupación porque no había cinturones de seguridad, comprendí, de una vez por todas, que su educación iba a ser muy distinta de la mía. Las matemáticas, la lectura, disfrazarse de Cervantes y aprender a manejar las tijeras formarían parte de las primeras experiencias escolares de mis hijos en Madrid. Pero uno de los objetivos fundamentales era su socialización. Los niños debían aprender a formar parte de grandes grupos con alegría, estar siempre cómodos en una masa de personas (a menudo ruidosas y metidas en un autocar). Leer en solitario durante el recreo estaba mal visto. Lo importante era formar grupo. "Pensad que todos serán amigos cuando lleguen a nuestra edad", como suspiró una madre mientras los despedíamos.

Yo solté una cínica risita. En mi concepción británica de la escuela, la primaria no era más que la etapa inicial de la gran carrera hacia los grandes logros individuales; todos aquellos niños eran posibles futuros neurocirujanos, consejeros delegados, deportistas olímpicos, pianistas destacados y dramaturgos de primer orden. Por supuesto, para cuando crecieran, todos habríamos pasado a otra fase de nuestras vidas, les habríamos cambiado de colegio, nos habríamos mudado a otras ciudades y otros países, en pos de sus (y nuestros) sueños de grandeza personal.

Sin embargo, hasta ahora, la madre española ha demostrado tener razón. Mi hijo ha cambiado de colegio pero, a los 16 años, está en un equipo de fútbol juvenil con otros cuatro niños de aquel autocar. Muchos de aquellos que tenían entonces cuatro años duermen de forma habitual en nuestras camas de invitados, aunque sus piernas largas y peludas ya caben a duras penas en ellas. Si uno de los propósitos era convertirlos en fieles amigos para toda la vida, lo consiguieron.

La educación primaria, aparte de la deliciosa prioridad que daba a las aptitudes sociales, nos preocupó sin cesar por lo poco exigente que era la enseñanza. Los objetivos parecían demasiado fáciles o demasiado vagos. Había poca presión y no se buscaba ni se estimulaba el talento individual.

En secundaria el nivel de exigencia subió de forma extraordinaria"

Pero entonces pasaron a secundaria. De pronto, fue todo lo contrario. El nivel de exigencia subió de forma extraordinaria. A un horario de 8 de la mañana a 2 de la tarde había que añadir una hora o dos de estudio que el alumno debía cumplir (y muchas veces, fijarse) de manera disciplinada por su cuenta, una tarea nada fácil para un chico de 14 años. Los primos de Gran Bretaña o Estados Unidos que llegaban de visita se iban asombrados. El nivel en matemáticas y ciencias era mucho más alto. Pero casi todo lo demás consistía en aprender cosas de memoria: docenas de montañas y ríos españoles, todas las capitales europeas, y la mayor parte de la tabla periódica, incluidas las valencias. La literatura no consistía en aprender a escribir, sino en diseccionar frases en categorías gramaticales infinitesimales. Era un salto enorme, y muchos no fueron capaces de darlo. La tasa de abandono de los que no logran terminar la ESO, el nivel correspondiente a los 16 años, es alarmante, por encima del 30%.

Quizá lo más extraño, ahora que mis dos hijos comienzan su última etapa de educación secundaria, es la ausencia de exámenes externos. Las notas de la ESO (16 años) y el bachillerato (18 años) las ponen los profesores, que deciden y califican los exámenes de sus propios alumnos. Es inevitable que entre unos profesores y otros (y entre unos colegios y otros) haya diferentes criterios. La única evaluación externa es, para la minoría que llega a ella, la prueba de entrada a la universidad, la selectividad. Y algunos profesores --que, en el sistema público, no pueden ser despedidos– obtienen un disfrute siniestro y tiránico suspendiendo a sus propios estudiantes. En el instituto de mis hijos corre una leyenda urbana sobre un profesor de matemáticas al que un grupo de chicos de 18 años indignados arrojó por las escaleras del metro de Madrid después de que hubiera suspendido a toda su clase de bachillerato, por lo que nadie pudo presentarse a selectividad. Después de las horas que he pasado preguntando a mis hijos cadenas montañosas, ríos y la tabla periódica, comprendo cómo se sintieron.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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