El país de nuestra infancia
Dulce Francia, el país de nuestra infancia”, reza la vieja canción. Lo fue para la generación que todavía aprendió francés en el bachillerato y se identificó con el mayo del 68, cuando París aun mantenía el tipo en la competencia por la capitalidad del arte y del pensamiento. En aquella época idealizada, el mundo parecía jugarse el futuro en la elección presidencial francesa y los propios franceses se sabían observados como portadores de los enigmas internacionales y de sus claves. La entera construcción de la V República imaginada por De Gaulle echaba sus fundamentos en la proyección mundial de Francia como potencia con vocación diferenciada respecto a los dos imperios, el soviético y el americano, que se dividían y competían por la hegemonía mundial.
Con François Mitterrand se produjo la última apoteosis del mito. El secretario general del Partido Socialista fue elegido presidente en 1981 en su segundo intento frente a Giscard d'Estaing, que le había vencido en 1974. Cuatro comunistas entraron en el gobierno, con un programa de nacionalizaciones que incluía sociedades industriales, bancos y compañías financieras. La izquierda del mundo entero observaba incrédula e ilusionada un nuevo intento de marcha al socialismo dentro de las instituciones de la democracia pluralista. Un ensayo similar es el que había protagonizado Salvador Allende en Chile, trágica y salvajemente interrumpido por Augusto Pinochet un 11 de septiembre, apenas ocho años antes.
Desde el espejismo de 1981, las elecciones presidenciales francesas ya no son lo que eran. Ningún otro presidente ha sabido encarnar y proyectar en el mundo con tanta prestancia y gravedad la figura de la primera magistratura francesa. El simpático Chirac se convirtió en el rey holgazán, ocupado en evitar que nada perturbara la siesta de sus compatriotas. El agitado Sarkozy consiguió que le dieran la vez precisamente por sus molinetes y aleteos en el vacío. Marianne, mientras tanto, ha ido perdiendo peso y atractivo, en Europa y en el mundo, hasta alcanzar la metamorfosis de Merkozy, en la que Alemania manda y Francia protagoniza la ficción de su liderazgo europeo perdido.
Hoy los franceses deciden de nuevo en las urnas entre dos candidatos tan ensimismados como para olvidar el papel que Francia jugó, y sobre todo, el que quiere jugar en el futuro. Y, enorme paradoja, muchos europeos, acostumbrados a envidiar a los estadounidenses cuando votan al presidente que dirige los destinos del mundo, esta vez nos miramos en el espejo francés como antaño y quisiéramos también aportar nuestro sufragio a una de las dos políticas que se nos ofrecen ante la Gran Recesión: la adhesión incondicional al rigor protestante de Angela Merkel que defiende Sarkozy o las dosis de crecimiento y de estímulo de François Hollande que convienen incluso a Mariano Rajoy o Mario Monti. Por un momento, aunque por razones bien distintas, regresamos al país de nuestra infancia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.