Henry S. Ruth, último fiscal de Watergate
Fue la némesis del expresidente de EE UU Richard Nixon tras el escándalo del espionaje al Partido Demócrata
En septiembre de 1974, cuando el entonces presidente de EE UU, Gerald Ford, consideraba la posibilidad de otorgarle un perdón a su predecesor, Richard Nixon, para cerrar de una vez por todas el escándalo del Watergate, que había sumido a la nación en el paroxismo político, Henry S. Ruth Jr., tercer fiscal especial elegido por el Gobierno para investigar el caso, le envió al nuevo presidente un memorando en el que le enumeraba, una a una, 10 investigaciones de corte criminal “en las que puede demostrarse que hay una conexión a actividades con las que el señor Nixon está directamente relacionado”. Ford finalmente emitió el perdón, algo que Ruth criticó por “atroz”.
Ruth falleció en Tucson, Arizona, el pasado 16 de marzo, a los 80 años, después de sufrir una embolia, según reveló su familia. Desaparecía así el último fiscal vivo de los cuatro que estuvieron al cargo de la investigación del caso Watergate, el que más luchó por evitar que Nixon quedara libre de condena sin que se pudiera demostrar con pruebas su inocencia o culpabilidad. Más que Frost/Nixon, la verdadera rivalidad del caso fue Ruth/Nixon. Sobre todo por 18 minutos de grabación desaparecidos.
Cuando acabó la investigación sobre el Watergate, gracias a la que se pudieron presentar cargos contra siete colaboradores de Richard Nixon por espionaje al Partido Demócrata en el hotel Watergate de Washington, Ruth dijo que era imposible determinar qué había sucedido con una cinta de grabaciones entre el presidente y uno de sus más estrechos colaboradores, de la que se habían borrado 18 minutos y medio, según la Casa Blanca, por accidente. Ruth llegó a facilitar que un gran jurado interrogara a 50 personas por ese fragmento misteriosamente desaparecido.
Nacido en 1931 en Filadelfia, licenciado por las universidades de Yale y Pensilvania, Ruth se incorporó al Departamento de Justicia en 1961, como colaborador de su entonces titular, Robert Kennedy. Su ascenso a lo más alto de la investigación del caso Watergate llegó a causa de una masacre política. El primer fiscal especial elegido por el Gobierno había sido el abogado Archibald Cox, propuesto por el Senado. Fue Cox quien descubrió que Nixon había instalado micrófonos en el ala oeste de la Casa Blanca y había grabado todas las conversaciones que en ella habían tenido lugar.
Cox pidió esas cintas. Nixon se negó a darlas y ofreció un pacto: que las escuchara un senador, John Stennis, y las resumiera. Cox no quiso. En uno de sus célebres arrebatos de ira política, Nixon le pidió al fiscal general (ministro de Justicia) Elliot Richardson la cabeza de Cox. Richardson dimitió. Ocupó su puesto su segundo, William Ruckelshaus, que también dimitió, en cuestión de minutos. Solo tras aquellas renuncias, Cox fue despedido. A aquel incidente se le conoce como la masacre del sábado por la noche, uno de los mayores abusos de poder de la presidencia de EE UU.
A Cox le sustituyó Leon Jaworski, célebre por haber servido como fiscal en consejos de guerra tras la Segunda Guerra Mundial. Su subalterno fue Ruth. Entre ambos, en un ejercicio de independencia, pidieron de nuevo las cintas de Nixon. El caso llegó al Tribunal Supremo, que obligó al presidente a entregárselas. En ellas estaba aquel agujero de 18 minutos. Nixon dimitió en agosto de 1974. Ford le perdonó en septiembre, para evitar que se le sometiera a juicio por ninguna falta cometida durante el caso de espionaje.
Ruth abandonó el puesto de fiscal especial para el caso en octubre de 1975. Cuatro de los siete inculpados ya habían sido condenados o se habían declarado culpables. Solo entonces, Ruth criticó con dureza el perdón de Ford. Dijo, concretamente, que le parecía “atroz”. Añadió que el nuevo presidente había dado indicaciones de que el perdón era “inevitable”, pero que había pensado que estaría sujeto a “algún tipo de admisión de culpa previa”. Nixon murió en 1994. Se llevó consigo los remordimientos, si los había tenido. Nunca confesó error alguno. Y dejó para la posteridad aquella frase, ya célebre, que definió su legado: “Cuando el presidente hace algo, no va contra la ley”.
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