Un presidente en apuros
François Hollande espera capitalizar la falta de simpatía de Nicolas Sarkozy, pero haría mal en confiarse
Sabido es que la presidencia de la V República francesa es una institución peculiar: la elección directa, la extensión de los mandatos (antes 7 años, ahora 5) y las amplias prerrogativas del presidente (especialmente en materia de política exterior y de defensa) conceden a quien accede al cargo un extensísimo poder. Ese poder, convenientemente aliñado con las adecuadas dosis de pompa y gravedad republicana, convierte al presidente en una figura solemne cuya sombra se proyecta sobre Francia con tal intensidad que su legado queda indisolublemente unido a la identidad de Francia y de la República. Que se haya llegado a hablar de un “monarca electo” o de una “monarquía republicana” no es casualidad.
Desde fuera, esa simbiosis entre el presidente y la presidencia provoca cierta envidia, pero también, en ocasiones, un cierto sonrojo, como cuando De Gaulle abre sus memorias con una identificación tan completa entre él y Francia que casi roza el ridículo (“ha sido una constante en mi vida que cuando Francia ha estado mal, yo también me he sentido mal”), algo así como la versión francesa del “me duele España”. Pero sobrevolando los sentimentalismos y la cursilería con la que suele adornarse todo chovinismo, hay que reconocer la habilidad de los franceses para envolver el poder en un halo de autoridad y legitimidad tan sólido como duradero.
Y eso que, retrospectivamente, sabemos que los presidentes franceses no han sido ángeles (es más, algunos no se han acercado ni de lejos). La doble vida personal, las mentiras de Estado, el realismo sucio en política exterior, los ponzoñosos vínculos poscoloniales, las lagunas biográficas en torno al pasado y la corrupción al servicio del partido o la reelección han estado ahí, pero no han conseguido hacer mella en el molde presidencial. Por tanto, aunque puertas adentro las cosas fueran algo más turbias, puertas afuera, todos los presidentes de la República desde De Gaulle han encajado perfectamente en ese molde y han logrado investirse de la gravedad presidencial y encajar como un guante en la institución.
Y en esto llegó Nicolas Sarkozy. Un presidente de la República francesa capaz de llevar unas gafas Ray-Ban modelo años 60 y tomarse una hamburguesa con Obama en un restaurante con hule a cuadros rojos y blancos y un convoy de botes de kétchup y mostaza encima de la mesa. Un tipo duro sin ninguna pretensión de parecer un hombre cultivado ni elitista. Hay una anécdota sobre el primer verano del presidente Sarkozy que refleja perfectamente la difícil relación entre la presidencia y el presidente. La tradición exigía que el gabinete de prensa del presidente elaborara una nota especificando los planes de lectura del presidente, con un aditamento: Giscard, Mitterrand y Chirac no leían sino, como es natural en un presidente culto, “releían”; a Montesquieu a Malraux, lo que fuera, pero “releían”. En el caso de Sarkozy, aquello era directamente imposible, nadie se iba a creer que el nuevo presidente se iba a dedicar a la relectura de los clásicos durante el verano, menos a legar una biblioteca a los franceses, como hiciera Mitterrand. En fin, un presidente anómalo para una presidencia atípica.
Ese presidente altivo y marrullero se enfrenta ahora a una reelección plagada de dificultades. Como hizo Bush junior en 2004 para lograr su reelección, se ha puesto en manos de los brujos demoscópicos que le aseguran que la victoria vendrá de la mano de la polarización ideológica, de arrebatar la agenda xenófoba y derechista al nacional-lepenismo. Karl Rove allí, Henri Guaino y otros aquí, todos ofrecen despertar y cabalgar al tigre de los miedos, la soberanía y las identidades. El problema es, como están experimentando los republicanos en EE UU, que ese tigre no vuelve tan fácilmente a la jaula, se queda vigilando para garantizar que los que lo cabalgan no vuelven al centro político después de haberlo usado. Como dicen los estadounidenses, sacar la pasta de dientes del tubo es fácil, volverla a meter es directamente imposible. Por eso, tanto si gana como si pierde, el legado xenófobo de Sarkozy subsistirá, lo cual es motivo legítimo de preocupación, en Francia y en el resto de Europa.
Ese monarca republicano va ahora por detrás de las encuestas frente a François Hollande, un socialista nada estridente que espera capitalizar la falta de simpatía de Sarkozy. Desde luego que, si de lo que se trataba era de que los franceses amaran a su presidente, Sarkozy no lo pone fácil. Pero Hollande haría mal en confiarse: Sarko es de los que te pueden echar tierra en los ojos a un segundo de que suene la campana.
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