Un tratado y un billón
Hoy en día resulta más fácil que el BCE movilice un billón de euros en créditos que los Gobiernos puedan acordar un tratado
Estos son los dos elementos sobre los que en estos momentos descansa el futuro de Europa. Los ritmos de su despliegue son muy reveladores de las asimetrías que dominan hoy la construcción europea pues, como se ha visto, resulta más fácil hoy en día que el Banco Central Europeo movilice un billón de euros en créditos que los Gobiernos puedan acordar y hacer entrar en vigor 16 artículos de un tratado. Sea como sea, el billón ya está en circulación; en cuanto al tratado, las cosas no están tan claras.
Irlanda ya ha anunciado que difícilmente podrá evitar someter ese texto a referéndum. Teniendo en cuenta el expediente ratificador dublinés (dos referendos, dos rechazos, dos crisis), la preocupación está más que justificada. Cierto que en las dos ocasiones anteriores (2001 y 2008), los Gobiernos irlandeses lograron finalmente ratificar los tratados por medio de un segundo referéndum. Y cierto que esta vez se ha puesto la venda antes que la herida para que el tratado pueda entrar en vigor con solo que 12 de los 17 miembros de la eurozona lo ratifiquen. Pero esto no agota ni mucho menos las consideraciones sobre la legitimidad y la eficacia de este proceso ni sobre las consecuencias que se derivarían de un eventual no irlandés.
El objeto de un referéndum es dejar en manos de la ciudadanía la posibilidad de elegir entre varias opciones. Pero para que los ciudadanos de una democracia puedan (auto)determinar su futuro se requiere que todas las opciones sometidas a consulta sean técnicamente posibles, políticamente viables y moralmente aceptables. Y lo que es más importante: que los ciudadanos entiendan y tengan claro de antemano cuales son las consecuencias que para ellos se derivarán de cada una de las opciones que se les someten. Si no se cumplen estas condiciones, un referéndum carece de sentido, que es exactamente lo que viene ocurriendo en la UE, donde los referendos se plantean como medios para la legitimación popular a posteriori de decisiones ya tomadas.
Eso explica por qué es tan difícil escapar a la impresión de que, en el ámbito europeo, los referendos no han venido poniendo en manos de la ciudadanía la capacidad de decisión sobre su futuro, sino que se han convertido en algo parecido a un test de inteligencia diseñado por los Gobiernos donde de lo que se trata es de averiguar la respuesta correcta. Por eso, cuando los electores han votado no, los Gobiernos han reaccionado pulsando el botón rojo (“respuesta incorrecta”) y han vuelto a someter la cuestión a consulta para que los ciudadanos presionen el voto verde (“respuesta correcta”).
Algo parecido podría volver a ocurrir en Irlanda, cuyos ciudadanos ya están siendo advertidos de que un no a este Tratado podría significar su salida del euro. ¿Por qué? ¿Con qué argumentos? Irlanda firmó y ratificó el Tratado de Maastricht que estableció la Unión Económica y Monetaria y posteriormente el Tratado de Lisboa, que no incluyen ninguna cláusula sobre una expulsión del euro. Si de lo que se trata es de que Irlanda no tendría acceso a los fondos del nuevo Mecanismo Europeo de Estabilidad, u otro tipo de consecuencias, explíquese claramente a los ciudadanos, junto con sus posibles alternativas, pero no se amenace a los ciudadanos con que el ejercicio de su libre albedrío democrático podría llevar al colapso económico de Irlanda o, incluso, al estallido final y ruptura definitiva de la eurozona porque eso significa que no existe una elección entre alternativas y, en consecuencia, es absurdo celebrar un referéndum.
La Unión Europea no es una democracia, sino una demoi-cracia, es decir, está formada por varios demos o pueblos, lo que significa que carece de un sujeto político único que se pueda pronunciar clara e unívocamente sobre su futuro. Por eso, como los acuerdos se adoptan en la esfera supranacional pero los referendos se celebran en el ámbito nacional y de forma desconectada entre sí, los ciudadanos de cada país no solo no se autodeterminan a sí mismos, sino que exportan las consecuencias de sus decisiones a terceros, impidiendo que los demás puedan autodeterminarse.
Planteados así, los referendos son un callejón sin salida: no permiten hacer avanzar a la UE (luego no son eficaces), ni tampoco legitiman democráticamente la construcción europea. Por tanto, cuando son favorables, el resultado se descuenta y se atribuye a la falta de alternativas, mientras que cuando son desfavorables, se convierten en un mecanismo de deslegitimación ya que por la vía de protocolos o negociaciones adicionales se termina logrando que lo que salió por la puerta, vuelva a entrar por la ventana. Por tanto, si de preguntar a la ciudadanía se trata, que se haga como medio de lograr una Europa más eficaz y más democrática, no desde la soberbia ni desde la resignación.
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