Sevilla, estación Terminus
Es la cuarta derrota de los socialistas catalanes. Cataluña, Barcelona, España y ahora Ferraz. Esta vez no estaba en el guion de la crisis de la socialdemocracia sino que tiene su origen en la decisión de sus dirigentes. Apostaron por Carme Chacón en el Congreso de Sevilla, en vez de poner los huevos en dos cestas, y han perdido. Era una apuesta fuerte y, aunque no debiera serlo, históricamente insólita; en el PSOE y en cualquier otro partido de Gobierno en España. Por mujer y por catalana; pero, sobre todo, por un hecho más significativo aunque difícil de comprender: su partido, el PSC, no es una federación más del PSOE sino un partido con personalidad propia.
Muchos piensan que lo mismo va a suceder con Rubalcaba. La fórmula que permitía recoger los votos de la sociología socialista española en las grandes conurbaciones junto a los votos del progresismo catalanista ha cumplido su tiempo y agotado un ciclo. No es seguro que pueda refundarse y repetirse. No entraba en el programa de Chacón, que se preparaba directamente para constituirse en alternativa a Rajoy; y puede que sea materia de debate para Rubalcaba, más jacobino que Chacón en las formas, pero con mejor experiencia de pactos con los nacionalistas y de gestión de las ambigüedades calculadas: estuvo en la cocina del nuevo Estatuto y conoce el truco de todos los platos.
En la gestión de estas ambigüedades se hallaba el secreto de la historia del socialismo en Cataluña; de sus éxitos y de sus fracasos; de la mayor cuota de poder jamás alcanzada por la izquierda, en la capital, en los grandes municipios, las cuatro diputaciones, el gobierno catalán y el español, y de la mayor caída, en apenas un año. Y, por derivación, el secreto de los éxitos del socialismo en España, construidos sobre dos graneros: Cataluña y Andalucía.
También en la ambigüedad se hallaba la clave de un consenso catalanista de mínimos, que ha mantenido amarrado el nacionalismo catalán a España y el mundo ajeno al nacionalismo catalán a Cataluña. Una parte del socialismo español ha vivido con gran incomodidad esta permanente indefinición y, sobre todo, la etapa del tripartito, cuando la posibilidad de alcanzar y permanecer en el gobierno catalán, vocación central de toda formación catalanista, condujo a la reforma del Estatut y luego a su defensa cerrada ante el Tribunal Constitucional. El mejor PSC para Ferraz era el que acotaba su poder en los municipios, se oponía a Pujol y no estorbaba en los pactos entre La Moncloa y la plaza de Sant Jaume. Esta era la geometría de Rubalcaba, que rompieron el zapaterismo y los capitanes, los amigos de Chacón, decididos a pactar con Esquerra para alcanzar el gobierno en Barcelona y en Madrid.
Rubalcaba ha formulado con precisión el problema: "No podemos traspasar la línea que separa un partido federal de una confederación de partidos". El socialismo catalán nació y triunfó mientras se mantuvo exactamente sobre esta línea. Quizás en algún momento la traspasó, y en otros ni siquiera se acercó a la linde. Puede que los tiempos exijan la máxima claridad: un muro en vez de línea. A muchos les conviene, a uno y otro lado. Si el granero queda definitivamente abierto, puede caer en otras manos, probablemente conservadoras, pero no necesariamente nacionalistas. No es tan solo una cuestión de un trasvase circunstancial de votos. Estamos contemplando, en plena recesión y en mitad de una crisis europea, el mayor cambio del mapa político desde la transición. Sevilla bien puede ser la estación Terminus a la que llega el tren socialista que partió de Barcelona en 1978.
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