¿Cómo podría ser una unión política europea?
Cada respuesta política a la crisis de la deuda soberana en el último año ha empujado la Unión Europea hacia una mayor integración. La conclusión lógica de este proceso es una unión política completa
Cada respuesta política a la crisis de la deuda soberana en el último año ha empujado la Unión Europea hacia una mayor integración. En el breve plazo de unos meses, se ha pasado de hablar de "sólida coordinación" a un encendido debate sobre cuánta soberanía nacional debe cederse a una verdadera unión fiscal, necesaria para sostener la eurozona. La conclusión lógica de este proceso es una unión política completa.
Sin una vía creíble hacia esa meta, como la propia Angela Merkel y su partido reconocen ya públicamente, la crisis volverá a aflorar una y otra vez, a medida que cada pequeño paso resulte insuficiente.
Aunque lo más urgente es que todos los países europeos muestren su mutua solidaridad en el momento de enfrentarse a los mercados de bonos y busquen una estrategia común de crecimiento, no hay duda de que ha llegado el momento de mirar más allá del horizonte inmediato y empezar a pensar en cómo podrían ser las nuevas instituciones de Gobierno de una unión política.
Se trata de un reto para los dirigentes europeos pero, sobre todo, para una población comprometida. Su plena participación será lo único capaz de dar la legitimidad necesaria a las instituciones de la Unión Europea, cuya eficacia se ve hoy disminuida por el "déficit democrático" actual.
Cualquier esfuerzo para diseñar la puesta en común de soberanía en una unión política debe centrarse en limitar el poder de un Gobierno federal europeo a la tarea de garantizar los bienes públicos europeos necesarios -como la coordinación macroeconómica, las infraestructuras comunes y los asuntos exteriores- y dejar la mayoría de las demás funciones, desde la educación y las políticas culturales hasta la flexibilidad a la hora de decidir los objetivos fiscales de cada Estado, a las naciones-estado soberanas.
La identidad de Europa nacerá siempre de la diversidad, no de la uniformidad ni la centralización excesiva. Nadie desea la homogeneidad. Sobre todo, tiene poco sentido construir un edificio burocrático desmesurado en Bruselas en la era de la información, cuando el poder repartido de las redes está transformando la propia naturaleza de la gobernanza.
Con el propósito de ayudar a iniciar el debate, vamos a proponer un diseño institucional que podría estudiarse:
1. El Parlamento Europeo elegiría al principal responsable de la Comisión Europea, que formaría un gabinete de ministros sacados de los grandes partidos de la Cámara, entre ellos, un Ministro de Finanzas con potestad para supervisar y sancionar los presupuestos nacionales y la capacidad de aplicar impuestos y formular un presupuesto a escala europea. La prioridad del Ministro de Finanzas sería la coordinación macroeconómica, no la gestión microeconómica. Las competencias de los demás puestos del gabinete estarían limitadas a los "bienes públicos europeos" supranacionales (defensa, política exterior, energía, infraestructuras, etcétera), mientras que se dejarían todas las decisiones posibles sobre otros asuntos en manos de los Gobiernos nacionales dentro de la federación. El Tribunal Europeo de Justicia sería el encargado de arbitrar cuando entrasen en disputa cuestiones de soberanía del Gobierno federal y la nación-estado.
2. Como el poder reforzado del Parlamento para escoger al máximo mandatario de los órganos europeos le otorgaría la responsabilidad suprema, las elecciones al Parlamento Europeo, basadas en listas europeas y no en listas de los partidos nacionales, se consolidarían y tendrían más interés para los ciudadanos, con lo que se acabaría con la apatía actual que despiertan, debida a la sensación de que, en el fondo, no importan. Una mayor participación de los ciudadanos significaría más legitimidad para las instituciones europeas.
3. El Consejo Europeo actual se convertiría en una "cámara alta". Las naciones-estado elegirían a sus miembros de la manera que cada uno quisiera, para unos mandatos escalonados, más largos que el ciclo más breve del Parlamento, con lo que se fomentaría una perspectiva de Gobierno más a largo plazo. El número de miembros de cada nación-estado se calcularía en función de una ratio de 1 por cada 10 millones de habitantes. Los Estados con menos de 10 millones tendrían garantizado un escaño. De esa forma, la cámara, en total, tendría alrededor de 50-60 miembros.
4. Para conservar parte del carácter meritocrático y no partidista de la Comisión actual, cada ministro del gabinete trabajaría con un secretario permanente de la Administración Europea, especializado en su área de competencia.
5. Como en una especie de "sistema de Westminster" ideal, la elaboración de los presupuestos dependería de la Comisión, no del Parlamento. La comisión presentaría el presupuesto a votación en el Parlamento, sin someterlo a las negociaciones y los tomas y dacas de los intereses especiales durante el proceso legislativo. El Parlamento podría rechazar la dirección política emprendida por la Comisión mediante un voto de no confianza, en cuyo caso habría que formar nuevo Gobierno.
6. Los impuestos y las leyes tendrían que aprobarse mediante mayoría tanto en el parlamento como en la cámara alta.
7. Con el fin de promover una "mayoría de consenso" en el Parlamento, los partidos que obtuvieran menos del 10% en las elecciones europeas estarían presentes en los debates, pero sin derecho a voto. Esta norma facilitaría la tendencia a lograr compromisos de centro y ayudaría a evitar los posibles bloqueos debidos al derecho a veto de los partidos pequeños de una coalición. Además, ofrecería un incentivo para la formación de partidos europeos más fuertes, capaces de integrar diversos intereses.
Como es natural, existen aún muchas cuestiones sobre el camino hacia una unión política. Si queremos más legitimidad, ¿no deberían establecerse estas instituciones, con sus reglas, desde abajo, a través de una Asamblea Constituyente, mejor que mediante la modificación del tratado? ¿Los grandes partidos, después de obtener la mayoría de los escaños en el Parlamento Europeo, tendrían agendas lo suficientemente comunes como para poder lograr consensos de Gobierno? Y, en un plano todavía más esencial, como pregunta el politólogo Francis Fukuyama, ¿puede una unión política llegar verdaderamente a cohesionarse si no va precedida de un proceso de construcción nacional europeo que cree una cultura europea común? Es un interrogante que también ha planteado Bernard Henri-Lévy.
En 1789, el entonces Secretario del Tesoro de Estados Unidos, Alexander Hamilton, propuso un sistema de Gobierno federal fuerte que asumiera las deudas contraídas por el Estado en la revolución y garantizara unos ingresos futuros constantes, con una mayor integración de la política fiscal pero conservando un grado considerable de soberanía local en los asuntos no federales. Ese fue el primer paso del proceso para hacer de Estados Unidos una potencia continental y mundial.
Del mismo modo, en Europa, en 2012, la resolución de la deuda alumbrará una unión política que podría convertir al continente en el pilar más poderoso del orden geopolítico multipolar del siglo XXI. La única forma de afrontar ese reto, ante las incertidumbres mencionadas, es que los dirigentes europeos y sus ciudadanos se comprometan, al menos, con esta transformación, en vez de seguir dando pasitos que solo sirven para debilitar el euro, intensificar la crisis y erosionar la presencia de Europa en el mundo.
Nicolas Berggruen es presidente del Consejo para el Futuro de Europa. Nathan Gardels es asesor principal del grupo.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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