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Despertares

Las revueltas de 2011 han obligado a la Liga Árabe a comenzar un proceso de aprendizaje y reinvención

El escándalo provocado por la complacencia con el régimen sirio mostrada por la misión de observación de la Liga Árabe debe ser valorado positivamente: apunta a la emergencia de una cultura de protección de los derechos humanos precisamente en una de las organizaciones internacionales que tradicionalmente mejor ha representado el desprecio por la democracia y los derechos humanos y, en paralelo, el rechazo a cualquier tipo de injerencia exterior.

El perfil del jefe de la misión no podía ser más infortunado pues la encabeza el general Mustafá Dabi, exjefe de la inteligencia militar del presidente sudanés, Omar Bashir, que, recuérdese, tiene una orden de detención por parte del Tribunal Penal Internacional por su colaboración en el genocidio de Darfur. Si existe alguien, nos dicen las organizaciones de derechos humanos, que haya mostrado que emplear al Ejército para reprimir a la población civil es legítimo, el general Dabi es sin duda uno de ellos.

Afortunadamente, la ceguera de Bachar el Asad es tal que ni siquiera ha sabido aprovechar la oportunidad que le brindaba un jefe de observadores tan sesgado a su favor: su Gobierno no solo no ha respetado los compromisos previamente adquiridos con la Liga, sino que ha seguido reprimiendo intensamente a los sirios. Y lo ha hecho, no solo en presencia de los observadores, que han podido experimentar personalmente el terror y la brutalidad a la que el régimen somete a los ciudadanos que salen a la calle a manifestarse, sino también, por primera vez, en presencia de medios de comunicación internacionales que, por fin, han podido transmitir a todo el mundo, y en especial al mundo árabe, una realidad que el régimen sirio se empeñaba en negar o maquillar con apelaciones a complós extranjeros o actividades terroristas de corte yihadista.

La misión de la Liga Árabe ha vuelto a poner sobre el tapete la acusación sobre la incapacidad genética de sus Gobiernos de enfrentarse con un Gobierno miembro y respaldar decisivamente la democracia y los derechos humanos. Pero se trata de una acusación que hay que matizar. Cierto que, en el pasado, la Liga Árabe era poco más que un instrumento para condenar a Israel. Si había un bloque regional en el mundo donde la democracia fuera la excepción en lugar de la norma, ese era el que agrupaba a los 22 países de la Liga Árabe. Al cierre de 2010, justo antes de que comenzaran las revueltas que tan radicalmente han cambiado el panorama, solo tres (Kuwait, Marruecos y Líbano) de los 17 países de la Liga tradicionalmente considerados árabes podían ser calificados como “parcialmente libres”, mientras que el resto, 14, eran directamente clasificados como “no libres” de acuerdo con los criterios y terminología empleados por Freedom House. Eso suponía que nada menos que el 88% de los habitantes de la región carecían de libertad.

Pero los cambios de 2011 y las revueltas en Túnez, Egipto, Libia, Bahréin y Yemen han obligado a la Liga Árabe a comenzar un proceso de aprendizaje y reinvención. Primero, ha roto con el sacrosanto principio de no intervención en los asuntos internos. Tras legitimar la zona de exclusión aérea y la intervención militar extranjera en Libia, la suspensión temporal de la pertenencia de Siria, acordada en noviembre del año pasado, es ya un hito en esta organización. Como lo ha sido el envío de una misión de observación, pues por primera vez la Liga ha accedido a posicionarse como mediador entre Gobiernos y ciudadanos, rompiendo con otro principio básico, el de representar y servir solo a los Gobiernos. Cierto que la misión ha naufragado, pero la retransmisión en directo de su fracaso ha hecho mella en la propia organización, como se ha puesto de manifiesto en la convocatoria de una reunión urgente de la Liga para mañana y en la petición de la asamblea parlamentaria de la Liga, indignada ante los incumplimientos de El Asad y las polémicas declaraciones de Dabi, de que se retire la misión y se reevalúe su mandato y proceder.

Todo ello nos demuestra, en línea con los acontecimientos vividos en 2011, que cuando de la democracia se trata, la línea recta no es la distancia más corta entre dos puntos. La democracia es un producto normativo cerrado y acabado, en el sentido de que no necesita de grandes innovaciones ni remiendos. Sin embargo, su aplicación no es instantánea ni automática sino más bien regida por el ensayo y error, en contextos regidos por la incertidumbre y con actores sumamente impredecibles. La Liga Árabe, como los árabes a los que representa, ha comenzado, a trompicones, a experimentar con la democracia. Y como en todo experimento, es necesario que las cosas salgan a veces mal para que puedan luego salir bien.

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