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EL ACENTO
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

No llores por mí, Pyongyang

Las lágrimas son agua, sal, sosa, algo de mucosidad y fosfato de cal. Pero también son el lubricante de nuestras desdichas. Los coreanos del norte derramaron abundantes lágrimas con motivo de la muerte del “querido líder” Kim Jong-il, presunto “guía y mártir” del régimen. Quizá llamar régimen al sistema de poder en Corea del Norte sea algo confuso si no se precisa que es un tinglado sospechosamente hereditario. Kim Jong-il sucedió a su padre Kim Il-sung en 1994 y ahora ocupará el poder el hijo menor del fallecido, Kim Jong-un. Tanta retórica sobre la democracia popular para que el negocio político en Pyongyang acabe pareciéndose a una monarquía visigótica. Volvamos a las lágrimas. Pocas veces en los duelos políticos se ha visto tal variedad de lloros y sollozos, pucheros e hipidos como en la muerte de Kim. Lágrimas acongojadas, discretas, escuetas, suspirantes, coreográficas (un grupo de coreanos gemía al mismo compás), roncas, enfebrecidas y de cocodrilo (esperemos que muchas). El teatrillo de la vida y de la muerte en Corea del Norte exige una prenda de dolor en el escaparate. Kim Jong-il era dolor (que se lo pregunten a los muertos, de hambre y de plomo) y con dolor ritual, de atrezo, le han despedido.

No se conoce bien el retorcido trayecto que conecta a los dictadores muertos con el llanto incontenible de sus súbditos. El caso del gimoteante Arias Navarro viene enseguida a la memoria. Será debido a la conexión emocional forzada por el adoctrinamiento, el síndrome de Estocolmo que encadena al aterrado ciudadano o el miedo al vacío que se apodera del oprimido cuando desaparece el opresor. Lo más probable es que lloren por llorar. La condición del lloriqueo es que el dictador muera con el poder en la mano; cuando se le da mulé perentorio (Ceausescu) o palma en el exilio (el sah de Irán) ya no hay lágrimas de cuota.

Así, las lágrimas coreanas, pintorescas y desinhibidas, no son la medida de la talla de Kim Jong-il. Calibran solo la presión del miedo liberado. Decía Kant que el hombre de bien solo podía permitirse en público lágrimas magnánimas; pues bien, estas coreanas no eran de esa naturaleza. Pero es que el orondo Kim, con tupé de fregona, jamás hubiera apreciado ese tipo de lágrimas.

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