Los zapatos de Bachar
Las revoluciones también ejercen de maestras e imparten su peculiar pedagogía. Todos aprenden de ellas. Quienes quieren seguir su camino y quienes quieren obstaculizarlo, quienes las esperan y quienes las temen. Poco pueden aprender de ellas quienes niegan su propia existencia. Tampoco quienes niegan su carácter pedagógico y se limitan a combatirlas sin sacar provecho de las lecciones correspondientes.
Las lecciones aprovechan también internacionalmente. Francia fue tan activa en Libia como para borrar sus pecados en Túnez. Estados Unidos aprendió a dirigir desde atrás en la guerra contra Gadafi después de muchas vacilaciones con Egipto. Las monarquías árabes, con los saudíes a la cabeza, extrajeron lecciones domésticas: hay que reformar a toda prisa, antes de que la revolución las alcance, y reprimir también con urgente contundencia ante el peligro de desbordamientos, como fue el caso en Bahrein. Y en cualquier caso, aprovechar para mejorar posiciones en el tablero internacional.
En el caso de los países vecinos, a todas estas consideraciones se añade la necesidad de crear cortafuegos frente al temor a una inestabilidad que desborde las fronteras. El Irak de hegemonía chiita dirigido por el primer ministro Nuri al-Maliki teme el triunfo de una revolución sunnita que prenda entre la población iraquí de la misma obediencia. También lo teme el rey Abdalá de Jordania, que ha cambiado dos veces a su primer ministro desde que empezaron las revueltas para frenar el descontento popular.
El mosaico sectario libanés recela de la inestabilidad siria, por si enciende una vez más sus propias e inveteradas tensiones civiles, aunque la mitad quiera la caída del régimen y la otra preste un apoyo incondicional a El Assad. Este es el caso de Hezbolá, el poderoso partido chiita, pillado en la contradicción de que apoya todas las revoluciones árabes menos cuando afectan a su aliado estratégico sirio. También le sucede al régimen de Irán, que sufrió prematuramente y liquidó su revolución verde en 2009: ahora no quiere perder a un socio tan importante como Siria, pero apoya al menos de boquilla las revoluciones árabes.
Todas las potencias regionales juegan sus cartas a fondo para limitar los desperfectos y avanzar a la vez en su hegemonía. Turquía tiene en Siria una de sus áreas de influencia, en competencia con Irán y Arabia Saudí; pero también un mercado donde expandirse y un agente decisivo y peligroso para el conflicto kurdo. Para Arabia Saudí es uno de los tableros en los que juega la partida a muerte contra Irán y a la vez la contención de la oleada revolucionaria. Tanto Ankara como Riyad ofrecen sus modelos islamistas como alternativas a las dictaduras civiles: el turco es el de la república democrática, mientras que el saudí es el de la supuesta benevolencia de una monarquía obligada a reformarse.
La Liga Árabe, de proverbial y caótica ineficacia, ha encontrado en la crisis siria un nuevo protagonismo. Lo tuvo ya con Gadafi, al apoyar la revolución de Naciones Unidas que condujo a la intervención de la OTAN. Ahora acaba de expulsar a Siria, país fundador y clave en su historia, en respuesta a los engaños clásicos de Assad, que se comprometió el 2 de noviembre a retirar las tropas de las ciudades y ha cosechado desde entonces unas 300 víctimas mortales. Esta organización internacional quiere mandar una fuerza civil de 400 ó 500 observadores de asociaciones de derechos humanos para proteger a la población frente a la represión del régimen.
Es un paso más en el cerco que se va estrechando alrededor de Assad, mientras la oposición civil interna va convirtiéndose en una resistencia armada que cuenta ya con un Ejército Libre de Siria y con centenares de soldados desertores. Abdalá de Jordania, con los poderes absolutos que le da la monarquía, ha sido el primer líder árabe en pedir explícitamente a Assad que abandone el poder en una entrevista a la BBC. "Si yo calzara sus zapatos dimitiría", ha dicho. Seguro que si Bachar calzara los zapatos de Abdala haría lo mismo que hace su vecino; cambiar ministros, anunciar reformas y no renunciar a ninguna de sus prerrogativas políticas: cambiarlo todo para que nada cambie.
Además de criticar a su vecino en apuros. Abdala quiere salvar la cabeza aun a costa de la de Bachar. Si la perdiera, sería el primer monarca caído en esta oleada revolucionaria. Todos los otros monarcas están detrás de él para impedirlo. De ahí los esfuerzos de la Liga árabe por controlar las rupturas revolucionarias para convertirlas en plácidas reformas.
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