'Manca finezza'
Silvio Berlusconi puede pensar que, cualquiera que sea su futuro, es él quien ha reído el último, y no Italia
Ahora que Silvio Berlusconi ha dimitido, cabría preguntarse cómo pudo llegar a donde llegó; cómo el país del Renacimiento, el pueblo más sabio de Europa, pudo elegir repetidas veces a un trilero, listo como un demonio, eso sí, pero que se ha pasado década y media poniendo en ridículo el nombre de Italia por el mundo.
En los 90, Giulio Andreotti, Il Divino y representativo -que quiere decir el peor- exponente del Antiguo Régimen sobre el que se aupó Berlusconi, acuñó una de esas frases inmisericordes a que eran tan afectos los grandes señores de la I República. De la política española decía: "Manca finezza". Pero ocurre que esa "falta de clase" es también muy latina, católica y mediterránea, o sea italiana, aunque nadie de esa condición hubiera osado asomarse a la primera línea del poder en Roma.
Silvio Berlusconi gobernó durante tres periodos, fue elegido en 1994, 2001 y 2008, y ha sido el primer ministro más longevo desde la posguerra mundial en 1945. Alcanzó el poder sobre la ruina de una clase política, los Scelba, Segni, el propio Andreotti, Fanfani, la gran decoración democrática de la derecha, Donat-Cattin, y tantos otros, que retrató con crujiente escalpelo el director de cine comunista Francesco Rosi en Le mani sulla città (1964), retrepados todos ellos en su olímpico desdén de altísima cultura -uno de ellos fue un gran especialista en Teresa de Ávila-, su piedad vaticana y su corrupto magisterio. Así fue como crearon el régimen del reparto de beneficios sistémico y el cuotaje de cargos y prebendas, al que sucumbió también un PCI que quiso redimirse con una fantasía llamada "compromiso histórico", y que con su fracaso prefirió autodisolverse, contribuyendo así también a la eclosión-Berlusconi.
Pero había más razones para la caída de esa I República que el hartazgo de la opinión ante una clase política, que manejaba de mano maestra el trasformismo, la convicción y práctica de que en política nada se crea ni se destruye, sino que se transforma, y a la que pensó que valía la pena sustituir por un hombre de negocios que parecía la reencarnación del rey Midas. Berlusconi era el gran empresario de su propio espectáculo, un circo político con grandes dosis de deporte (el Calcio), y con ello resultaba mucho más italiano, más auténtico que la tropa a la que reemplazaba. Directamente emparentado con un populismo nacido en la posguerra, el del Uomo Qualunque, el hombre masa de Ortega, que atrajo en su día a otras grandes personalidades del mundo del espectáculo como el cómico Alberto Sordi, y que como todos los movimientos irracionales suspiraba por un líder. Era el Berlusconi que todos los italianos llevan dentro, aunque en dosis normalmente homeopáticas y por tanto no letales. Su equivalente en España, aunque a escala mucho menor incluso en lo judicial, sería Jesús Gil, cuyo limitado éxito electoral apuntaría a que la opinión española no estaba tan desesperada como su homónima italiana de la época. Por eso, desberlusconizar Italia parece imprescindible, pero haciéndolo con el debido respeto para que el niño no se escurra con el agua al vaciar la bañera. Hay que devolver el genio a la botella, pero es inútil tratar de destruirlo. Berlusconi ha sido una exacerbación, no un desmentido.
La democracia cristiana se desintegró con el fin de la URSS y en ese vacío geopolítico surgió el berlusconismo, que su creador apodó de Forza Italia, y posteriormente Polo de la Libertad. Cuesta imaginar a esa fuerza política como un partido más -o menos- sin su líder histórico, aunque el expianista de crucero para clases medias ya ha dicho que no piensa retirarse. ¿Cuál es hoy el legado de Berlusconi? Tras sus demostraciones de impotencia e incompetencia en la crisis del euro, se diría que solo los chascarrillos de mal gusto, la continua violación de la ley y las familiaridades con señoritas menores de edad.
El exprimer ministro ha perdido la última batalla, pero eso no significa que esté destruido. Más de media Italia celebra hoy estruendosamente su derrota, pero habrá tenido buen cuidado de colocar a algunos de sus adláteres en el Gobierno que forme su sucesor, la viva imagen de todo lo que representa el anti-Berlusconismo, el saturnal y religioso Mario Monti. Y verosímilmente habrá obtenido garantías de que los juicios pendientes no harán que dé con sus huesos en prisión. Silvio Berlusconi puede pensar que, cualquiera que sea su futuro, es él quien ha reído el último. Y no Italia.
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