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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El kirchnerismo enciende el debate de una reforma constitucional

El gobierno busca perpetuarse, ya sea con nuevas reelecciones, cambiando el sistema presidencialista por uno parlamentarista, o incluyendo dentro de los derechos y garantías básicos algunos de sus logros.

La reacción contra la colonización de la política por el poder económico, que había sido el signo de los ’90, dominó la escena política latinoamericana de la última década. Buena parte de los líderes del continente intentaron –y aún intentan--, cada uno según los límites y convenciones que admiten sus sociedades, volver a establecer el imperio de la política sobre la economía.

Este conflictivo proceso fue recompensado por años de prosperidad, pero, contra lo que podía esperarse, no renovó, en términos generales, los sistemas políticos de los países en cuestión; a menudo, no por el afán hegemónico de gobiernos tan autoafirmativos (o no sólo), sino porque buena parte de los grupos opositores sólo atinaron a mostrarse como voceros de los sectores económicos que habían predominado en la década anterior, sin darse cuenta de que ese esquema, aquí y en el mundo, estaba en una crisis que parece terminal.

En la Argentina, este proceso comenzó en 2003, cuando Néstor Kirchner llegó al gobierno, tras la debacle económica y social de los dos años precedentes. Era un momento de debilidad extrema: debilidad de la clase política, abominada por una sociedad que había marchado por las calles al grito de “que se vayan”, y del propio Kirchner, que asumía la Presidencia tras perder las elecciones con un magro 22 por ciento y sólo porque el ganador, Carlos Menem, abandonó ante la seguridad de la derrota en la inevitable segunda vuelta.

Ocho años más tarde, en vísperas de una reelección histórica --por el amplio porcentaje que, se vaticina, dará el triunfo a Cristina Kirchner; por la insignificancia de sus contrincantes; por la prolongación en un tercer período de un mismo régimen político, algo inédito en las experiencias constitucionales del país--, el llamado “modelo” kirchnerista, que implica una relativa recuperación del poder de la política sobre la economía acorde con modalidades específicamente argentinas, ha triunfado.

El “modelo”, que incluye la política de derechos humanos y de seguridad; la ampliación de beneficios sociales; la intervención del Estado sobre actividades como la energética, financiera o periodística; la regulación de los precios y la balanza comercial; la aplicación de altos impuestos sobre la renta exportadora para financiar subsidios públicos, entre otras cosas, fue resistido en forma tenaz por la oposición política y los grupos económicos durante casi todo el gobierno de Cristina, a quien acusaron de autoritaria, cuasi monárquica, incluso fascista.

El triunfo de la presidenta en las elecciones primarias del pasado 14 de agosto, con más del 50%, que pocos preveían, dirimió la cuestión: muchos de los empresarios y ejecutivos que la combatían se desesperaron por asistir a un almuerzo con la presidenta en la semana siguiente a las primarias, y el fin de semana pasado, el coloquio de IDEA, que nuclea a las 400 empresas líderes del país y que hasta el año pasado era prácticamente una usina opositora, exhibió optimismo por el futuro inmediato y el deseo de buenas relaciones con el gobierno.

Pese a este triunfo inédito, la presidenta iniciará su segundo y último mandato con una vulnerabilidad. Muerto su marido el año pasado, carece de sucesor (ambos confiaban en alternarse en el poder durante varios períodos). Los dirigentes de su partido o colaboradores que asoman como posibles delfines no tienen entidad suficiente o no ofrecen garantías sobre su futura fidelidad al “modelo”.

El kirchnerismo, al fin y al cabo, es un pequeño grupo inserto en un fenómeno político complejo, el peronismo. Peronista era Carlos Menem, quien condujo a la Argentina en los ‘90 emulando a Margaret Thatcher y peronista fue Néstor Kirchner, quien intentó revertir esa herencia. El presunto delfín de Menem, Eduado Duhalde, se convirtió enseguida en su peor enemigo; y fue Duhalde quien, como líder del partido y presidente interino, en 2002, designó a Kirchner como su sucesor, sólo para acabar enfrentado a muerte con él y con su viuda.

En consecuencia, aunque el peronismo es virtualmente el único partido que sobrevivió a la crisis política iniciada en 2001 y, con el triunfo electoral a la vista, se en columna con entusiasmo detrás de su líder, el gobierno de la Presidenta se apoya en su sola persona, su cambiante popularidad, unos círculos de fieles y el oportunismo de los líderes locales peronistas.

La lógica más básica del poder afirma que un presidente sin posibilidad de reelección y sin control sobre su heredero es un presidente débil. Y cuando el peronismo huele la debilidad de un presidente, se abre la temporada de caza.

En este contexto se ha colado el debate sobre una nueva reforma constitucional, que abriría la posibilidad de perpetuar el legado del kirchnerismo, sea habilitando nuevas reelecciones, sea cambiando el actual sistema presidencialista por uno parlamentarista con primer ministro, sea incluyendo dentro de los derechos y garantías básicos algunos de los logros del actual gobierno.

La iniciativa ya fue planteada en público por Raúl Zaffaroni, un juez de la Corte Suprema cercano al gobierno, y lo secundó el socialista Hermes Binner, el dirigente opositor (aunque minoritario) con más chance de salir segundo en las elecciones del domingo.

La amenaza de permitir la reelección presidencial sin término parece, antes que nada, una barrera para contener las aspiraciones de los (varios) candidatos peronistas que sueñan con suceder a Cristina Kirchner y los que puedan surgir en los próximos cuatro años. Una amenaza útil para no perder el poder, pero tal vez no para conservarlo. La reelección no parece, al menos de momento, una opción que la sociedad argentina toleraría. No pudo conseguirla Carlos Menem a finales de los ’90 –ya había ganado una reelección al negociar una reforma constitucional en 1994, y quería otra más--, aunque lo intentó hasta el final.

Otra podría ser la situación si el eje de la discusión fuera, tal como lo plantean el juez Zaffaroni y el candidato Binner, reemplazar un presidencialismo presuntamente en decadencia por un parlamentarismo lleno de promesas. El nuevo sistema podría tentar a las fuerzas políticas de la oposición, actualmente en ruinas, que ganarían nuevo poder en un esquema de negociaciones y votos de confianza. De allí el apoyo de Binner, líder provincial de un partido pequeño, que de otro modo no podrá enfrentarse a la gran maquinaria del peronismo. (Binner defendió la creación de un modelo parlamentarista pero cuando corrió la versión de que había hecho un pacto con la Presidenta para la reforma se apuró a aclarar que no es todavía el momento.)

Sin una renovación de las fuerzas políticas, empero, no es claro cómo el nuevo esquema traería, por sí solo, un cambio. El Congreso ha estado dominado por la oposición durante los últimos dos años y la Presidenta no ha visto recortado su poder; todo lo contrario. Los vicios del sistema actual se trasladarían, muy probablemente, al nuevo.

Una reforma parlamentarista apenas serviría para esconder la reelección bajo la forma de una nueva figura: la del primer ministro –o, acaso, primera ministra.

Un tercer planteo, apenas sugerido, resulta más interesante –y más difícil de rechazar para quienes se definen como progresistas--. Cristina se excluiría de la reelección y alentaría en cambio la incorporación a la Constitución de los logros del “modelo”: derechos humanos y sociales, mayor intervención del Estado.

Sería una revancha histórica. En 1949, Juan Domingo Perón reformó la Constitución de 1853, incorporó (junto con la reelección indefinida) derechos sociales y autorizó al Estado a intervenir en la economía. El texto fue eliminado por la dictadura militar que derrocó al gobierno que lo había escrito.

Sesenta años más tarde, en su último período y tras haber ganado una trabajosa victoria, Cristina Kirchner podría ir a la conquista, ya no del poder, sino de la historia.

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