Nuestros amigos dictadores
¿Por qué ese empeño en descalificar a los dictadores? ¿A qué se debe esta manía maniquea y absolutista de rechazar en bloque una obra finalmente humana? ¿Nada hay que se pueda salvar de su figura y de su trayectoria? ¿Acaso hemos calculado los males mayores que se evitan con estas figuras autoritarias? ¿Tenemos suficientes datos para descartar que esos mandatos auto otorgados hayan sido realmente perjudiciales para sus países?
Resulta que era un tipo fiable. Resulta que para otros incluso era un amigo leal. Resulta que ha sido un liberalizador de la economía egipcia. Está certificado su heroísmo militar. También su compromiso con la paz en Oriente Próximo. La estabilidad de la región, e incluso del planeta, dependía de su benévola y comprensiva actitud.
No cuentan otros balances, naturalmente. La cárcel, la tortura, la muerte para quienes osaban levantar su voz. ¿Cómo podrían contar esas nimiedades? Tampoco cuenta la corrupción, el robo, el nepotismo, la apropiación del Estado. ¿Acaso no sucede incluso en la más ejemplar de las democracias?
Nada que reprocharnos ante tanto pragmatismo. Ya se sabe que los idealistas están destinados a perecer bajo la bota del dictador, mientras que los realistas terminan entendiéndoles e incluso sacando jugosos beneficios. Son humanos, demasiado humanos, y hay que comprenderles en toda su complejidad. Hay que saber también cómo sacar partido de sus virtudes y de sus defectos. Y algunos realmente son auténticos virtuosos en su trato con estos amigos a veces desagradables.
Mubarak ha suscitado estas reflexiones de tan escasa moralidad, pero vale para muchos más. Repasando la lista de los más próximos dictadores, casi todos se hacen acreedores de una u otra forma del agradecimiento de la humanidad beneficiada por sus benévolas acciones. José Stalin, Francisco Franco, Augusto Pinochet o Fidel Castro compiten en uno o varios capítulos con Mubarak a la hora de suscitar la comprensión de los ciudadanos agradecidos por su paso devastador y cruel por esta tierra.
A pesar de lo que digan quienes se les oponen, todos han beneficiado de una forma u otra a sus poblaciones. Castro con la sanidad y la escuela. Franco con el desarrollismo y, según sus más conspicuos turiferarios, con la herencia política de la monarquía. Pinochet con la economía más abierta y liberalizada de América Latina. No nos olvidemos de Stalin, llorado universalmente como el padrecito de los proletarios, en agradecimiento por haber vencido a Hitler.
Habría más nombres a añadir: por ejemplo, el mariscal Petain, héroe de Verdun; el general Jaruzelski, patriota polaco sin discusión; el Sha Reza Palevi, que mantuvo a Irán en la modernidad; o Sadam Hussein, que venció a los persas y resistió a los americanos hasta la muerte.
¿Tiene menos méritos Hosni Mubarak que toda esta ristra de déspotas y dictadores? Quienes tienen méritos de sobra, en todo caso, son quienes osan defenderles, despreciando el dolor de los pueblos que oprimen, olvidando la profunda corrupción que comporta toda dictadura e impartiendo una cínica lección de la peor forma de encarar las relaciones internacionales.
No hay que olvidar que la paz auténtica no se hace con las dictaduras sino con los pueblos. Ni siquiera sirve el supremo argumento de que Mubarak es el hombre que ha evitado nuevas guerras entre árabes e israelíes. La única virtud que adorna al rais egipcio es que su caída, hasta ahora lenta y diferida, ha desenmascarado de forma insólita a los amigos y simpatizantes de los dictadores.
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