Modestas victorias
Se entiende que a muy pocos les guste el Acuerdo de Copenhague, pero nadie podrá discutirle al presidente norteamericano uno de sus éxitos más difíciles y personales, que a su regreso en Washington ha podido juntar a la inminente aprobación de su reforma del sistema de salud, después de recoger el compromiso del último de los 60 votos que necesita en el senado. Antes de terminar el año, Obama ya tiene en el bolsillo sus dos primeras victorias. Hasta este pasado fin de semana era un jugador de simultáneas de ajedrez con todas las partidas abiertas, según imagen brillante de Henry Kissinger. Ahora ya ha conseguido vencer en dos de ellas.
Sabemos muy bien qué dirán sus críticos: que son victorias pírricas. Sobre todo desde la izquierda. Desde la derecha más bien se dirán cosas de sentido contrario. Sobre todo los negacionistas del cambio climático y quienes prefieren que el Estado no interfiera en la organización de los sistemas sanitarios. Unos y otros deben saber que las únicas victorias posibles en el nuevo mundo multipolar, de poderes limitados y obligadamente negociadores, son así: victorias modestas, frágiles, temporales incluso; que luego requieren obstinación para mantenerlas. No hay otras. La alternativa a estas victorias probablemente es la nada, el statu quo.
Respecto al cambio climático, el éxito de Obama se cifra únicamente en que evitó el fracaso. Las consecuencias de una conferencia sin resultado alguno habrían sido incalculables. Quienes aseguran que la negociación a cinco y a puerta cerrada ha ninguneado el sistema multilateral de Naciones Unidas tienen razón; pero imaginemos si no sale nada de Copenhague el sábado. La fórmula de salvación, ese acuerdo que es sólo una declaración, aprobado por el sistema de tomar nota porque no hay consenso real, embarca sin embargo a los dos principales contaminantes en el proceso, China y Estados Unidos, sabiendo que el tercer contaminante, la Unión Europea, está embarcada incondicionalmente.
Las modestas victorias de Obama contrastan con las discretas derrotas de dos estrellas del firmamento internacional. El brioso Nicolas Sarkozy hizo todo lo que pudo para apuntarse algún tanto, incluyendo la apertura de una negociación por su cuenta con Brasil, y tuvo que contentarse con subirse al carro de Obama sin rechistar. Angela Merkel recibía la apelación de canciller del Clima, pero en la negociación de Copenhague quedó también en la cuneta. Veremos cómo asimilarán el fracaso los europeos y si consiguen recuperarse del batacazo.
Si la victoria de Obama es modesta la de China es tan estridente como discreta la cobertura de sus medios de comunicación (para algo funcionan allí las consignas y hay disciplina de partido). A la superpotencia emergente se debe el peligroso final de la cumbre, que estuvo a punto de naufragar. China estaba muy cómoda hasta ahora, agazapada detrás de los países del Tercer Mundo y como si fuera uno de ellos, lanzando pullas contra los países industrializados.
Bush les sentaba de maravilla a los chinos, porque no tenían que salir a jugar esta partida. En ausencia de Bush, han tenido que dejar que los países más pobres exigieran reducciones imposibles a los más ricos: China no quiere reducción cuantificada alguna y menos fuera de su directo control político. Pero tampoco quiere aparecer como unilateralista ni insolidaria con los países en desarrollo.
El único que podía sacar a los chinos a la pista de baile era Obama, aunque fuera a rastras, como así sucedió. Probablemente hubieran preferido un fracaso total de la Cumbre, pero no querían cargar con la responsabilidad y la imagen internacional, que les convertiría en una superpotencia ya no tan tranquila ni pacífica y con una cierta prepotencia imperial. De ahí sus cesiones, con las que ganan tiempo y margen para empezar una negociación en la que todavía no están implicados.
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