La necesidad de la fuerza
Humillado y agradecido. Sin parangón en sus comienzos presidenciales con quienes lo han recibido con merecimiento --Schweitzer, King, George Marshall y Mandela, en la enumeración de Obama. Ni con quienes lo han recibido pero tienen muchos más merecimientos: “hombres y mujeres en todo el mundo que han sido encarcelados y apaleados en su combate por la justicia; quienes trabajan en organizaciones humanitarias para aliviar el sufrimiento; los desconocidos actos de valentía y de compasión de millones capaces de impresionar a los más duros cínicos”.
Las condiciones para la guerra justa son muy claras: último recurso para la defensa propia; uso proporcional de la fuerza; máximo ahorro de víctimas inocentes. No lo es la de la Irak, pero lo son la del Golfo librada por Bush padre contra Sadam Hussein y la de Afganistán. Pero este político realista, con los pies tan bien asentados en tierra y la cabeza tan clara, no se llama a engaño: “este concepto de guerra justa rara vez ha sido observado”.
¿Y entonces? Desgarrado entre el idealismo y el realismo, Obama defendió en Oslo el uso de la fuerza, incluso unilateral, para defender a su país en caso de ataque (“como cualquier otro jefe de Estado”, aclaró); y para prevenir las matanzas de civiles por parte de su propio gobierno o frenar una guerra civil. Pero no de cualquier forma, sino bajo el estricto cumplimiento de las reglas legales de la guerra justa: “Por eso prohibí la tortura. Por eso ordené el cierre de Guantánamo. Por eso he reafirmado el compromiso norteamericano con las convenciones de Ginebra”. Nunca desde la Casa Blanca se había trazado una línea de tiza tan nítida entre la guerra y la paz como ha hecho Obama.
Junto a la guerra justa, el nuevo americanismo. Obama no ha terminado todavía la rectificación de la anterior presidencia, en la que se incumplieron todas las exigencias de ayer. Le quedan muchos flecos y resistencias, algunas sonrojantes. Pero sí ha empezado otra rectificación respecto a la imagen y a la interpretación de la historia de Estados Unidos como superpotencia. En ella hay sobre todo una proyección de su idea de los valores fundacionales y de su proyección en el mundo: “Estados Unidos nunca ha entablado una guerra contra una democracia y sus amigos más próximos son los gobiernos que protegen los derechos de sus ciudadanos”. Pero no sólo, pues EE UU ha sido también un factor de seguridad global durante 60 años al precio de la sangre de sus ciudadanos y gracias a la fuerza de las armas.
El discurso se debía a la paz, motivo del Premio; pero versó en buena parte sobre la guerra. De la paz aseguró que no basta con desearla: requiere responsabilidad y sacrificio. Quiso también especificar las condiciones para que sea justa. Sabemos muy bien que hay una paz que no lo es y que contiene la semilla de la guerra. Tres condiciones exigió para esa paz justa. Debe ser, en primer lugar, una paz que respete las leyes internacionales y sancione a quienes no lo hacen: Obama cito en este punto, con el ojo de la mirilla sobre Irán y Corea del Norte, su idea de desarme nuclear; “pieza central de mi política exterior”, aseguró. En segundo lugar, la justa paz no es meramente la ausencia de conflicto, sino que debe basarse en los derechos y la dignidad de cada individuo”. Y en tercer lugar, no basta con los derechos civiles y políticos; no hay paz justa sin seguridad económica e igualdad de oportunidades para todos.
En el fondo, aunque muy claro y profundo, también bastante abstracto y teórico y con escasos engarces con las guerras y los procesos de paz concretos. No hubo en el discurso de Oslo mención alguna a esa negociación entre israelíes y palestinos que parece escapársele, uno de los retos más serios de su presidencia, que redujo a una referencia neutra y de pasada: “Vemos cómo en Oriente Próximo se endurece el conflicto entre árabes y judíos”. Pudo entenderse que algo tenía que ver su referencia más genérica a la relación entre guerra y religión: “Ninguna Guerra Santa puede ser una guerra justa”. Pero está claro que el nuevo premio Nobel quiso ceñirse a su estricto papel de galardonado sin aprovechar el lugar y el momento para realizar el más mínimo gesto que pudiera interpretarse como un mensaje a israelíes o palestinos. Si acaso, los únicos que pudieron sentirse aludidos fueron Teherán y Pyongyang.
(Enlace con el texto del discurso).
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