Retrato de una desconocida
Angela Merkel no ha cambiado. A otros el cargo les cambia. A ella no. Tal como llegó a la cancillería en 2005 llega ahora a las elecciones. Con el mismo estilo, su perfil bajo y sin aristas o su limitada capacidad para entusiasmar a los alemanes. Así lo demostró en su debate televisivo cara a cara con Frank-Walter Steinmeier, el vicecanciller y ministro de Exteriores, ahora rival y candidato también a la cancillería. Al igual que sucedió en la campaña de 2005 frente a Schröder, aunque con la sordina que impone la Gran Coalición, esta mujer sobradamente preparada para dirigir un partido y para gobernar no consigue enamorar a las cámaras y al gran público. En un tiempo de seductores y vendedores de peines sin púas, Merkel no tiene glamour. Si enternece a buena parte de quienes la admiran en Alemania, que son muchos, es precisamente por lo contrario, por ese rostro tristón e inexpresivo de patito feo, sus gestos de fastidio ante los focos o su vestuario alejado de cualquier veleidad y pretensión: no hay trampa ni cartón, vale lo que vale y se la debe valorar por sus acciones y resultados. También, es verdad, por la súbita luz que ilumina su rostro cuando sonríe abiertamente o por su ironía inteligente pero mordaz, alejada de cualquier vulgaridad. Es todo lo contrario de lo que representan los prototipos de Sarkozy o Berlusconi, dos variedades, ciertamente de distinta calidad moral, en la fauna contemporánea del poder que comparten narcisismo, vanidad e hinchazón del ego, características ajenas a la sicología de la canciller. Merkel es la vacuna contra la antipolítica y el populismo.
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