El niño del zoo quiere volar
El enviado especial de EL PAÍS visita el zoológico de Kabul, el único sitio de Afganistán donde sus pobladores no saben de la guerra
El zoológico de Kabul es tan pobre como el país que lo acoge. El taquillero Freidum está sentado al otro lado de la ventanilla sobre una silla desdentada. Extiende ceremoniosamente dos entradas como si en ese gesto descansara la esencia de un Estado que se esfumó. Sonríe tras ser acusado de discriminación positiva: el acompañante local paga 10 afganis (20 centavos de dólar) y el extranjero, 100 (dos dólares). "Los viernes vendo más de 1.500 entradas; el resto de los días viene menos gente", explica. "En la época anterior, los talibanes venían mucho a ver los animales, pero siempre sin sus esposas. En eso han cambiado las cosas, ahora vienen mujeres con sus hijos".
Nada más entrar se alza la estatua imponente del león Marjan, la estrella del zoológico durante décadas y que aún lo es siete años después de muerto. Era el símbolo de la ciudad, un superviviente de todas las guerras y de todas las hambrunas. Su físico representaba la imagen de un país mutilado: cojo y tuerto debido a una granada de mano que le arrojó un joven para vengar la muerte de su hermano, un idiota que días antes saltó la verja y bajó a importunar a Marjan, que se lo tomó como se toman los leones estas cosas: mal.
No hay muchos animales. Es la hora de la siesta y los pocos que se mueven en sus jaulas merecerían la atención de alguna ONG. El zoo tiene gansos, gacelas, cabras, un nuevo león que, dados los precedentes de Marjan, sale poco a su jardín, buitres, lobos y monos. Éstos son los únicos que no parecen darse cuenta de la situación ambiental, dedicados a subir y bajar a la carrera de sus falsos árboles mientras alguno despistado aprovecha para rascarse la entrepierna con ritmo. Tampoco los ocho osos que juguetean por un canal de agua sucia saben que esto es Afganistán, que el jueves se celebran unas elecciones históricas -como todo lo que sale por la televisión global- y que los talibanes han amenazado con volar todo lo que se pueda volar.
Junto a la jaula del mono pajillero se encuentra Omar, un aguador de 10 años. Se mueve entre los visitantes ofreciéndoles agua en un vaso viejo de latón. En la otra mano lleva un termo que llena cinco o seis veces. Le funciona la sonrisa. Omar cobra un afgani por trago. En los días buenos consigue una caja de 15 (30 centavos de dólar). Para lograr esta fortuna que lleva a casa para ayudar a sus padres necesita cinco horas de trabajo. A la una se va al colegio hasta las cuatro. Le gusta estudiar porque quiere ser piloto de aviones. Cuando se le pregunta qué países le gustaría visitar, responde con una sonrisa aún mayor: "¡Panshir!", un hermoso valle cerca de Kabul. ¿Y más lejos que el Panshir? Omar deja en el suelo su termo de agua, se rasca la cabeza consciente que el momento es grave, y dice: "No sé qué hay más lejos".

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