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Hu Jintao, de Tíbet a Xinjiang

Pocos hombres en China conocen tan bien como Hu Jintao las explosiones de violencia étnica que vive el país. De ahí, la decisión del presidente chino de abandonar la cumbre del G-8 y volver al país para apagar el incendio desatado en Urumqi, la capital de la región autónoma uigur de Xinjiang. No será el primero y, muy posiblemente, tampoco el último. Ya en diciembre de 1988, cuando este apparachik ni siquiera soñaba con que algún día podría dirigir el destino del Imperio del Centro, fue destinado a Tíbet como secretario del Partido Comunista Chino (PCCh) en esa provincia, donde las aguas, nunca tranquilas, mostraban signos de tormenta.

Las manifestaciones comenzaron a finales de ese mismo mes de diciembre y tres meses después, en marzo de 1989, las calles de Lhasa, como ahora las de Urumqi, eran escenario de violentas protestas. De las 55 minorías nacionales de China -que apenas suponen el 9% de sus 1.350 millones de habitantes-, tibetanos y uigures, dos pueblos profundamente religiosos -unos lamaístas y los otros musulmanes-, son los que peor encajan en el régimen del PCCh.

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Hu, el primer civil que Pekín se atrevió a poner al frente de Tíbet -antes habían sido todos militares-, no se lo pensó dos veces. Decretó la ley marcial, reprimió absolutamente cualquier conato de protesta y detuvo a los cabecillas de la revuelta en la que al menos 40 manifestantes murieron por disparos del Ejército. Su puño de acero no pasó inadvertido al liderazgo chino, que esa primavera tuvo que hacer frente al descontento popular que encabezaron miles de estudiantes en la plaza pequinesa de Tiananmen y que acabó en un terrible baño de sangre.

Maestro en el manejo del palo y la zanahoria, Hu Jintao permaneció en Tíbet hasta 1992 y allí labró su futuro. Tras la represión, abrió las puertas a una mayor libertad cultural y económica en la región. Se sentó a la mesa de los notables tibetanos y visitó en su monasterio de Xigatze al Panchen Lama, la segunda autoridad religiosa de Tíbet, cuyos habitantes sueñan con el regreso del Dalai Lama y el final un doloroso exilio iniciado en 1959 después del fracaso de su levantamiento independentista. Precisamente, una parte de los seguidores del Dalai Lama considera a Hu un hombre "con el que se puede dialogar".

Jefe del PCCh desde noviembre de 2002 y presidente de China desde marzo de 2003, Hu Jintao, un nacionalista moderado, adoptó en 2004 como consigna de su Gobierno, el establecimiento de una "sociedad armónica". Envuelta en sangre, la consigna ha saltado por los aires en Urumqi, al igual que sucedió el año pasado en Tíbet, donde otra protesta independentista desembocó en un brutal enfrentamiento entre tibetanos y hanes. Murieron una veintena de manifestantes, según el Gobierno, y 200 tibetanos, según el exilio.

Antes de tomar el avión de vuelta a Pekín, Hu Jintao ya había tomado el mando de la crisis y, como en anteriores ocasiones, recurrió al Ejército para poner fin a la revuelta. Ahora ni tan siquiera el aire se mueve en Xinjiang. Uigures y hanes están separados por la fuerza militar, pero Hu Jintao tendrá muy difícil recomponer el abismo abierto entre las dos comunidades. Se necesita algo más que la fuerza bruta y la lluvia de millones que ha invertido el Gobierno de Pekín en Tíbet y Xinjiang para conseguir que estas dos comunidades se integren en China y no sientan su cultura y su historia aplastadas y fagocitadas por el Imperio del Centro.

Quien ha hecho del pragmatismo su modus operandi tendrá que asumir que hay dos pueblos ansiosos de libertad y cansados del dominio cultural y económico de los hanes. Pero sobre todo, el presidente del PCCh ha de aceptar el penoso fracaso de su política de repoblar estas regiones con hanes. Los deseos soberanistas de la población no se tapan enviando colonos para que se adueñen de los bienes de los colonizados.

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