Obama frente a Osama
Los caudillos terroristas no andan equivocados. Al Zawahiri y Bin Laden han identificado perfectamente a su enemigo. Con Bush vivían mejor. El anterior presidente fue el involuntario hacedor de su caudillismo. Les identificó como enemigos y les hizo mariscales del islam radical, el nacionalismo árabe y cualquier cosa que se moviera en el mundo contra Estados Unidos. La guerra que declaró Bush, después del 11-S, fue contra el terror, pero otros se encargaron de hacer el trabajo sucio de identificar al islam como el enemigo e incluso a los árabes como si fueran alemanes y japoneses durante la II Guerra Mundial. Desaparecido el comunismo, el Occidente liderado por Bush y el islam liderado por Bin Laden, se enfrentaron en una guerra mundial asimétrica, con frentes clásicos en Afganistán, Irak, Líbano, Palestina o Somalia y otras zonas de fricción en la retaguardia, Nueva York, Washington, Londres, Madrid, Bali o Bombay: ésta es la narración implícita en los años de Bush que ahora Obama tiene la obligación de desmentir y desmontar.
Los planes para esta guerra no fueron obra exclusiva de Bush y sus <i>neocons.</i> La acción deconstructiva de Obama afecta a épocas y a conceptos anteriores a Bush: la idea de que el mundo evoluciona hacia un choque de civilizaciones, formulada por Samuel Huntington en 1993, por ejemplo; o la de que el terrorismo se debe al retraso de la civilización islámica, formulada por Bernard Lewis. Inicialmente también Bush utilizó la palabra <i>cruzada</i> para designar la nueva guerra, aunque luego quiso rectificar. Y por doquier surgieron propagandistas que consideraban al terrorismo como el brazo armado de una islamización de Europa por la inmigración.
Un caso curioso de supremacismo cristiano se ha dado en Italia con los llamados <i>teocons</i>, entre los que destacó la periodista ya fallecida Oriana Fallaci. Se da la paradoja de que ciertos defensores de la superioridad del cristianismo respecto al islam han utilizado como argumentos idénticas interpretaciones literalistas de los versículos coránicos esgrimidas por los terroristas para amparar sus acciones. Donde más y mejor han circulado estas ideas es entre los cristianos sionistas norteamericanos, que no por casualidad también hacen una interpretación literalista de la Biblia de la que deducen que las ocupaciones ilegales de tierras palestinas en Cisjordania por parte de colonos israelíes se basan en títulos de propiedad expedidos por Jehová.
Ahora le toca enmendar la plana a este nuevo presidente de orígenes africanos, hijo de musulmán y con abundante familia musulmana, educado en Indonesia (el país musulmán más grande del mundo), y con nombres y apellidos propios de un musulmán. Su relación con el islam, que ahora le puede ser útil, jugó en su contra en la campaña presidencial. Su rival republicano, John McCain, cuando quiso reprender en un mitin a una ciudadana que le identificó como árabe le dijo que "pertenecía a una familia decente". Obama debe hacer pedagogía en todas direcciones, incluyendo a su propio país y a su derecha islamófoba. Pero el público al que se dirige de forma más directa es el del arco de conflictos que se extiende desde el corazón de África hasta Cachemira, donde EE UU no podrá mover una sola pieza del tablero internacional sin producir antes un vuelco en las opiniones públicas.
La rectificación de imagen ante los árabes y los musulmanes empezó con la elección de Obama, tal como demuestran las encuestas. Los niveles de aprobación que obtiene el presidente entre ellos están todavía en niveles muy bajos, pero han superado largamente las cifras minúsculas de su predecesor. No es extraño, porque es inacabable la lista de agravios que Irán y Al Qaeda rivalizan por capitalizar. Muy pocos son los que no creen que EE UU sigue siendo una superpotencia arrogante y despreciativa, que apoya a los déspotas y dictadores árabes, utiliza un doble rasero a la hora de enfrentarse a los problemas de la región y desprecia la vida y los derechos de los musulmanes. Los hechos, incluso con Obama en la Casa Blanca, siguen reforzando estos argumentos: Guantánamo sigue abierto, seguirán las comisiones militares para juzgar a los terroristas y quizás las detenciones indefinidas; no cejan e incluso se complican las guerras en Irak y Afganistán, al igual que los bombardeos y <i>daños colaterales</i> sobre poblaciones civiles en estos países; y, como siempre, nada se mueve a favor de los palestinos en los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania.
El discurso de hoy en El Cairo es una jugada arriesgada que forma parte de un plan a su vez lleno también de riesgos. Aunque las palabras de Obama realcen un poco más la imagen de EE UU entre árabes y musulmanes, no la cambiarán de la noche a la mañana. Para que suceda, se necesita algo más que palabras y sin mucha dilación, a riesgo de que su prodigiosa ascensión no empiece a convertirse en caída. Sin buenas y urgentes noticias de Oriente Próximo, Obama no ganará a Osama.
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