Los asuntos pendientes

Bush encara el final de su segundo mandato, el tiempo que le queda hasta el 20 de enero de 2009, día de la toma de posesión de su sucesor, con la preocupación de quien ha conseguido arruinarse después de haber alcanzado una gran fortuna. Intenta salvar, como mínimo, el legado de la memoria, para que los suyos mantengan un recuerdo mínimamente aceptable de su antecesor. Cuando venció en la elección presidencial de 2004, su primera victoria auténtica -pues en 2000 quien le dio la victoria no fueron los votos de los electores sino los del Tribunal Supremo-, aseguró que dedicaría todo su capital político acumulado a poner en práctica su programa, que en aquel momento estaba centrado sobre todo en política interior. Esta semana, con su séptimo y último discurso sobre el Estado de la Unión, lo único que ha quedado claro son los ‘asuntos pendientes’, los numerosos ‘unfinished business’ que marcan el paso de este final de presidencia crepuscular.

Tenía todo en sus manos, una mayoría parlamentaria en las dos cámaras y partía de la elección presidencial más exitosa de la historia del Partido Republicano y de cualquier presidente, con el récord absoluto de 62 millones de votos. El equipo de colaboradores que había diseñado su política exterior -llamémosles los ‘neocons’ para simplificar- partían de un proyecto ideado cuando Clinton era presidente, que se proponía convertir el siglo XXI en el siglo norteamericano, el momento en que Estados Unidos se impusiera como única superpotencia, a través de la acción unilateral, la marginación de Naciones Unidas, la construcción de coaliciones de voluntarios, la guerra preventiva y una especie de estado de excepción global en lo que se refiere a los derechos humanos y a las libertades públicas.

Aquel Bush salido por segunda vez de la urnas, de la mano del mago electoral que era Karl Rove, contaba con todos los poderes para poner en práctica sus ideas y sus propósitos. Pero apenas en unos meses, su enorme capital político empezó a disolverse como un azucarillo. Todo empezó, sobre todo, con el huracán Katrina y culminó en noviembre de 2005 con las elecciones de mitad de mandato en las que el Partido Republicano perdió las dos cámaras, Bush se quedó sin posibilidad alguna de seguir aplicando su política neocon y se vio obligado a remodelar sus equipos dando entrada a colaboradores de su padre partidarios de políticas más realistas y menos dogmáticas.

El legado que quiere dejar Bush tiene tres patas. Debe dejar Irak en orden, barrido y fregado, y con 30.000 soldados norteamericanos menos como señal de que las cosas empiezan a mejorar sustancialmente; alcanzar la firma de un tratado de paz entre Israel y Palestina, que signifique la creación de un Estado palestino en fecha no muy lejana; y frenar o suavizar la crisis económica que está asomando las orejas desde que el verano pasado empezó el efecto dominó sobre el sistema bancario por los impagos de hipotecas subprime.

La idea con Irak es que dentro de muchos años se podrá llegar a la conclusión de que ha valido la pena. Respecto a esos dos Estados conviviendo en paz, Israel y Palestina, según la visión que tuvo en 2004, Bush se conforma con que se firme el tratado que ponga fin a las hostilidades, aunque las fases de aplicación de los acuerdos pospongan para sucesivas etapas y comprobaciones la aplicación de sus claúsulas. Respecto a la economía, el legado de Bush hijo tiene un contenido irónico. Su padre también dejó la presidencia después de una recesión en 1991, que jugó en su contra en la campaña electoral (no el único: el más importante fue la erosión del voto conservador que produjo el candidato independiente Ross Perot).

Bush padre no pudo renovar su segundo mandato y tuvo que escuchar la frase famosa (es la economía estúpido), pero la economía estaba ya recuperándose en el momento en que Clinton tomó posesión. Bush padre sufrió la crisis económica, pero Bush hijo en cambio es uno de los responsables de la crisis. No tan sólo por la deficiente organización del sistema bancario bajo su responsabilidad en sus siete años de presidencia, sino sobre todo porque sus políticas medioambiental y exterior (rechazo al protocolo de Kioto y guerra de Irak) han favorecido el encarecimiento de los precios del petróleo, uno de los factores en juego en la recesión que se avecina, y su despilfarro bélico, acompañado de recortes de impuestos, ha llevado a incrementar el déficit público.

Si la fortaleza de una moneda tiene significado político es elocuente la debilidad de Bush que revela la depreciación del dólar. En su partido está sucediendo como en las familias arruinadas. Nadie puede seriamente aceptar su herencia, sus ‘asuntos pendientes’. Entre los candidatos republicanos, algunos hay que siguen su pista en sus planteamientos religiosos, como Michael Huchkbaee. Giuliani y Romney lo hacen en la limitación del Estado de derecho, el primero insinuando que le parece bien la tortura y el segundo que estaría dispuesto a ampliar Guantánamo. Pero todos estos candidatos componen cada vez más un circo de frikies con escasa credibilidad para avanzar en la carrera electoral.

El único que tiene planteamientos serios y creíbles es el senador John McCain, que ya fue candidato en 2000, y que critica a Bush en todo menos en el mantenimiento de las fuerzas estadounidenses en Irak. McCain es un halcón en la cuestión iraquí, pero decente, y su planteamiento está lleno de lógica y coherencia con los intereses estratégicos norteamericanos. En cambio, sus críticas a la ampliación de los poderes presidenciales, sobre todo para limitar los derechos de los detenidos y para utilizar legalmente la tortura, le convierten en la antítesis de Bush: si pudiera ganar, no aceptaría tampoco su legado.

Un legado tan negativo constituye un tesoro para sus adversarios del Partido Demócrata. No puede explicarse la efervescencia política y los altos niveles de participación de las primarias demócratas, tampoco la calidad y nivel de sus candidatos en comparación con los republicanos, sin el paisaje de desolación que están dejando Bush y sus neocons tras su paso por la Casa Blanca. El prestigio y los intereses de Estados Unidos exigen, por sí solos, y con independencia de quien gane las elecciones, una nueva presidencia que entierre los restos de esta ruina y olvide, al menos para un largo tiempo, este legado mediocre que todavía pretende dejarnos.