La nueva política del fuego: la crisis climática exige otra forma de gobernar
El planeta arde, ya sea por los incendios como el que arrasa Los Ángeles o por los enfrentamientos que aviva y alimenta la ultraderecha
Vivimos en la era del fuego. Sus manifestaciones políticas forman una larga lista: la imagen de las chispas revolucionarias listas para inflamar el espíritu de los oprimidos, los atentados con coches bomba o las inmolaciones en las protestas políticas, las guerras y los discursos incendiarios destinados a instigar al odio hacia los demás, el “crisol” de la inmigración y las cocinas políticas en el círculo íntimo de ministros decide las cuestiones estratégicas. Pero hoy está pasando algo más con la política del fuego, algo sobre lo que merece la pena reflexionar para darnos cuenta de hacia dónde se dirige nuestro mundo en llamas.
Las perspectivas de que todo el planeta arda en llamas son mayores que nunca. El calentamiento global, muy por encima de los límites acordados por la comunidad internacional, y el hecho de seguir dependiendo de la quema masiva de materiales para poder producir energía; el calentamiento de los océanos, además de la atmósfera; la guerra híbrida, en la que ahora participa la inteligencia artificial, y la reanudada carrera de armamento nuclear; y la retórica incendiaria que se vuelve viral de inmediato, gracias a la omnipresencia de las tecnologías de la información, son síntomas de un incendio devastador que está devorando la Tierra, su atmósfera y sus ecosistemas, los lugares habitables y las reservas fósiles antes inaccesibles. Los incendios forestales que han asolado grandes terrenos en todas partes, desde Los Ángeles en 2025 hasta España y Canadá el verano de 2024, son un buen ejemplo.
Ya no percibimos los efectos transformadores y positivos del fuego, ni de las llamas de la tecnología ni de una conflagración revolucionaria capaz de instituir otra forma económica y política de existencia. La combinación de la carrera armamentística revivida y la imposibilidad de llevar a la práctica los tratados internacionales sobre el clima son como una ola de calor abrasador carente de luz. Las llamas contemporáneas tienen un aspecto decididamente apocalíptico. El motivo, en parte, es que las cenizas que producen no son fértiles; no alimentan la posibilidad de un futuro, sino que la asfixian. Dos ejemplos, entre muchos otros, de esas cenizas portadoras de muerte son los productos secundarios de la actividad industrial a gran escala y los residuos nucleares. A pesar de lo devastadoras que eran, las tácticas de guerra de “tierra quemada” contenían la promesa de un nuevo comienzo en el futuro, puesto que recordaban al mito del ave fénix, que renace de los restos ardientes de su vida anterior. El “mundo quemado” de hoy ya no deja margen a esa esperanza.
Empezamos a ver el mundo entero en su conjunto precisamente cuando está a punto de arder todo a la vez. Además, las tecnologías responsables del calentamiento global y las que pueden acabar provocando una guerra termonuclear hacen que esta aterradora visión del mundo finito sea más nítida que la catastrófica historia de las dos guerras mundiales del siglo XX. Es el fin de la globalización, proclaman unos movimientos ultranacionalistas de extrema derecha que, sin embargo, mantienen vínculos entre ellos y representan el rostro viejo y nuevo a la vez del capital. ¿Es casualidad que este fin planeado coincida con la capacidad tecnológica de destruir el mundo en toda su extensión planetaria, más allá de los mundos separados de civilizaciones o pueblos concretos?
Otro motivo para la desesperación es cómo abordan los políticos de todas las tendencias todo lo relacionado con el fuego. Por un lado, los gobiernos tecnocráticos —sobre todo de Occidente, independientemente de lo que signifique este desorientado término de orientación, puesto que se incluye a Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda— están prácticamente resignados a ser incapaces de regular los fuegos del calentamiento global y sus consecuencias para la población, los incendios forestales reales y las temidas llamas de un holocausto nuclear. De modo que se dedican a la vana tarea de apagar por el momento unos cuantos incendios locales, mientras surgen unos cuantos más y otros arden sin control. A pesar de que, para ellos, la gobernanza es cuestión de gestionar, a la hora de la verdad están ocupándose de algo inmanejable. Por otro lado, los populismos de derechas y los neofascismos prosperan a base de avivar las llamas de todas las conflagraciones imaginables, desde el odio hacia el otro y el extranjero hasta el fuego del calentamiento global, alimentado por la extracción y la combustión descontrolada —y, de hecho, cada vez mayor— de combustibles fósiles. Ya sea por incapacidad o por falta de voluntad, nadie regula la intensidad de los incendios de todo tipo que arrasan sin descanso el planeta.
Los populismos de derechas y los neofascismos prosperan a base de avivar las llamas de todas las disputas imaginables
Por si fuera poco, vivimos en una época en la que el fuego (o, para ser más exactos, su uso) ha empezado a demostrar que tiene sus propias reglas y ha acabado con la ilusión de que, una vez desatado, es fácil de controlar. Los incendios políticos y ecológicos resultan aterradores y avasalladores y muestran muy de cerca su naturaleza elemental. Quizá estamos ante una última nota a pie de página del empeño prometeico, el deseo de controlar el fuego, aprovechar su capacidad explosiva y situarlo dentro de unos límites espaciales o definidos por un objetivo concreto. Desde la máquina de vapor hasta la fisión nuclear, la producción industrial y posindustrial disfruta con la ilusión de que tiene el control al mismo tiempo que genera efectos secundarios incontrolables, como la contaminación atmosférica por CO2, las reacciones en cadena incontenibles y los residuos nucleares no desechables. Lo que cambia de forma gradual no es la irrupción repentina de esa imposibilidad de control, sino que somos más conscientes de ella, aunque todavía hay muchas esperanzas de que sea posible encontrar soluciones tecnológicas a unas crisis que se multiplican y se refuerzan y retroalimentan.
En vista (y al calor) de la conflagración actual, es fácil sucumbir sin remedio a la desesperación. Pero la necesidad agudiza el ingenio y el punto de inflexión no está tan lejos del momento de la decepción, el abatimiento y la melancolía. ¿Y si no tuviéramos que quemar nada, sin dejar de obtener suficiente energía? Parece una utopía, pero es un aspecto crucial de la vida de las plantas desde hace millones de años. Las plantas, en su sensata relación con la energía, muestran una comprensión evolutiva de que es innecesario quemar nada aquí en la Tierra, porque los rayos diarios del sol satisfacen todas las necesidades energéticas con creces. Las plantas no rechazan el fuego, sino que se limitan a desplazarlo en el tiempo y el espacio cósmico. La receptividad vegetal al sol, su luz y su calor es una alternativa al fuego provocado. Si la necesidad agudiza el ingenio, entonces no hay necesidad de inventar nada nuevo ni insólito, basta con aprender de las plantas a recalibrar nuestra relación con la energía y el fuego. Desde el punto de vista político, las plantas no son las adoradoras totales del sol que se nos suele decir. Incluso los heliotropos, las flores que siguen la trayectoria del sol a través del cielo a lo largo del día, se estiran hacia arriba, hacia abajo y hacia los lados al mismo tiempo, en una dispersión anárquica del principio (y lo más importante en política, la autoridad) entre varios elementos.
La nueva forma de la política del fuego es nítida y discernible y, al mismo tiempo, vagamente irreconocible, según se vislumbre en el horizonte la recalibración y moderación vegetal del fuego. Es mucho lo que depende de la relación de las plantas con el fuego a escala terrestre y de nuestra relación con esa relación. ¿Acabarán los bosques vivos y muertos (los que hoy son petróleo, carbón y gas natural) devorados por las llamas e incendiando todo el planeta? ¿O quizá las plantas, con su ciclo de crecimiento, metamorfosis y descomposición, servirán de guías para renegociar la forma de abordar el fuego, sus aplicaciones y sus consecuencias en aras de un futuro habitable?
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