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TRABAJAR CANSA
Columna
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Sentí que el ángel de la muerte venía a llevarme

Israel solo ha aplicado la pena de muerte en una ocasión, al criminal nazi Adolf Eichmann, pero ahora Israel imparte sentencias de muerte oficiosas casi a diario

Adolf Eichmann, en su jaula de cristal a prueba de balas, durante el juicio en Israel que le condenó a pena de muerte por organizar el Holocausto.
Adolf Eichmann, en su jaula de cristal a prueba de balas, durante el juicio en Israel que le condenó a pena de muerte por organizar el Holocausto.Bettmann / Getty Images
Íñigo Domínguez

Quizá les sorprenda tras lo visto el último año, pero en Israel no hay pena de muerte. La hay, pero nunca se ha aplicado. Por razones éticas y religiosas, por el atroz pasado del pueblo judío, se ha concluido que quitar la vida es una responsabilidad suprema en manos de Dios. El Antiguo Testamento justifica, y hasta jalea, castigar con la muerte graves delitos, pero era una época arcaica. El moderno Estado de Israel decidió abstenerse de ello.

Salvo en una ocasión. Se hizo una excepción con el criminal nazi Adolf Eichmann. Vuelvo a hablar de él (lo mencioné el otro día con Hannah Arendt, que siguió su juicio) porque hay una mitad de la historia menos conocida. Lo condenaron a muerte, pero ¿quién lo mató? Sí, el Estado de Israel, pero alguien tuvo que ejecutarlo. No era nada personal, claro, y lo hizo con toda la legitimidad posible: Eichmann organizó los campos de exterminio donde murieron seis millones de judíos. No sé si hay un caso más claro para una pena de muerte. Pero aun así se ve que es difícil que matar a alguien no sea algo personal. Cuento todo esto porque el otro día murió esa persona, Shalom Nagar, con 86 años, verdugo de Eichmann, y me impresionó su historia. Nacido en Yemen, llegó a Israel en 1948, nada más fundarse. En 1960 el Mosad capturó a Eichmann en Argentina y Nagar fue uno de sus 22 vigilantes, casi todos judíos no europeos para evitar venganzas (para que no fuera nada personal). De hecho, a Nagar le tocaba probar antes la comida del prisionero por si querían envenenarlo. Eichmann debía seguir vivo para poder matarlo bien. En 1962, el día de la ejecución, el jefe de Nagar le preguntó si quería apretar el botón, pero él se negó. El jefe echó mano del Antiguo Testamento (el Deuteronomio, escrito hace 2.500 años por autores ignotos, aún tiene este poder): “Es el más grande de los mandamientos, borrar la memoria de Amalec”, le dijo, en referencia al gran enemigo de Israel. Pero Nagar no quería. Lo echaron a suertes y le tocó, y le advirtieron que era una orden. A Arendt, en su investigación sobre el mal, le habría fascinado saber que el verdugo de Eichmann lo hizo cumpliendo órdenes. Nagar tenía 26 años. Tuvo que descolgar el cuerpo, con la cara blanca, los ojos fuera. Aún tenía aire dentro y emitía sonidos, como si hablara después de muerto. De pronto, exhaló aire de golpe y a Nagar le cayó sangre sobre la cara. “Sentí que el ángel de la muerte venía a llevarme también a mí”, contó. Ese momento marcó su vida, tuvo pesadillas durante años, se hizo muy religioso y, curiosamente, carnicero. El israelí que mató al que quizá más merecía morir no logró vivir en paz. Ahora Israel imparte sentencias de muerte oficiosas casi a diario, y Netanyahu ha vuelto a tirar del Deuteronomio y recordar a Amalec para justificar miles de muertos, esta vez la inmensa mayoría inocentes. Es para preguntarse si todo esto tendrá un precio en quien está matando. Por supuesto, también en los asesinos de Hamás y en cada persona que mata tan alegremente en Oriente Próximo y en todos los lugares del mundo en este momento. Con los drones es más fácil, parece que no ha sido nadie, pero no creo que el ángel de la muerte se deje engañar así como así.

Me pregunto también qué será de Luigi Mangione, de 26 años (como Nagar cuando mató por primera vez), el chico acusado de asesinar en Nueva York a un empresario. En plan Raskólnikov, protagonista de Crimen y castigo. Es turbador, y revelador de lo mal que estamos, que en redes sociales sea un héroe. Las redes actúan como el coro en el teatro griego, un personaje colectivo que comenta lo que ocurre, como un eco fatídico. Quizá hoy no hay mayor castigo divino, para volverse loco, que tener éxito en redes sociales.



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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Corresponsal en Roma desde 2024. Antes lo fue de 2001 a 2015, año en que se trasladó a Madrid y comenzó a trabajar en EL PAÍS. Es autor de cuatro libros sobre la mafia, viajes y reportajes.
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