El momento en que todo se torció en la lucha por el clima
A mediados de los 2000 fue el momento álgido en la política climática. Pero llegó 2008 y todo se fue al garete
A mediados de la década de los 2000, había una auténtica sensación de estar viviendo un momento álgido en la política climática. En 2006, la película Una verdad incómoda, de Al Gore, se anunció como la Primavera silenciosa [el libro de Rachel Carson] de nuestra generación, capaz de movilizar a millones de personas en torno a la causa del cambio climático. Ese mismo año, el economista Nicholas Stern sembró la alarma en el mundo de la política con su Stern Review on the Economics of Climate Change, un informe de setecientas páginas en el que predecía que el coste del cambio climático podría ascender a entre el 5% y el 20% del PIB. En 2007, el IPCC publicó su cuarto informe de evaluación, en el que se exponía la cruda realidad científica y los urgentes cambios que es necesario adoptar. Con todo ello, parecía estar preparándose el congreso internacional de Copenhague de 2009, donde muchos esperaban que el mundo (y, con suerte, Estados Unidos) se uniera por fin para solucionar el problema.
El propio planeta estaba pidiendo que se tomaran medidas. En el verano de 2007, la superficie de hielo del Ártico alcanzó un mínimo histórico de 10,69 millones de kilómetros cuadrados, lo que suponía un 38% por debajo de la media y pulverizaba el récord anterior, de 2005, en un 24%. La primavera siguiente, James Hansen y un equipo de científicos publicaron un artículo titulado La meta del CO₂ atmosférico: ¿hacia dónde debe apuntar la humanidad?, en el que declaraban: “Si la humanidad pretende conservar un planeta parecido a aquel en el que evolucionó la civilización y al que está adaptada la vida sobre la Tierra, las pruebas paleoclimáticas y el incesante cambio climático recomiendan una reducción de CO₂ de sus actuales 385 ppm [partes por millón, una medida que indica la concentración de contaminantes en el aire] a un máximo de 350 ppm”.
Dada la fuerza del movimiento y la sensación de urgencia, Bill McKibben, activista climático, fundó con “un grupo de amigos de la universidad” la organización 350.org, que usaba el objetivo de 350 partículas por millón de CO₂, fijado por Hansen, como llamamiento a cerrar filas y luchar por el cambio. McKibben escribió varios artículos en los que señalaba que era “la cifra más importante del planeta” y organizó un multitudinario día de acciones a escala mundial el 24 de octubre de 2009 para obligar a los Estados a comprometerse con ese valor científico objetivo.
En 2012, publicó en Rolling Stone un artículo viral, Global warming’s terrifying new math (Las terribles nuevas cifras del calentamiento global), de nuevo en torno a varias cifras (2 °C, 565 gigatones) y sentó las bases de su gira Do the Math (Haz las cuentas), para la que “se agotaron las localidades en todos los rincones del país”. McKibben usó estas cifras para plantear la propuesta política necesaria: el sector de los combustibles fósiles pretende quemar hasta el último de los gigatones de carbono a los que logre acceder, y hay que ponerle freno.
Sin embargo, con su recurso a las cifras y la objetividad científica, McKibben y otros como él están siempre pendientes de lo que no es político en la lucha por el clima. Durante una intervención en el programa Colbert Report, de Comedy Central, McKibben repitió uno de sus grandes argumentos: “La ciencia no es como la política. La química y la física no llegan a acuerdos”. Unos años después, describió la lucha por el clima como una batalla contra la física. “Esta negociación es entre la gente y la física. Por lo tanto, no es una negociación. Y es que la física no negocia. La física hace, y ya está”.
McKibben, con su 350, y otros activistas adoptaron un planteamiento estratégico de la política sobre el clima como una lucha por cuestiones de ciencia y conocimiento; para ellos, se trataba de lo que, según los científicos, son las causas y soluciones del cambio climático. Pero, al final, parece que la pregunta fundamental de la política sobre el clima tiene siempre que ver con si se cree o no en la ciencia.
Hay motivos buenos y evidentes que lo justifican. Solo entendemos el cambio climático a través de mediciones científicas de gases de efecto invernadero en la atmósfera y modelos cada vez más sofisticados que predicen el futuro del clima. Que la ciencia haya descubierto el problema implica que siempre estará en el centro de la política sobre el clima. Y, sin embargo, tras el aparente momento álgido de 2007-2008, todo se torció. La economía capitalista global se vino abajo, Estados Unidos volvió a desempeñar en Copenhague su papel de rémora y, hasta la fecha, el movimiento por el clima no ha conseguido aún prender la mecha del cambio transformador que necesitamos. De hecho, McKibben no deja de señalar, y con razón, que estamos perdiendo la batalla por el clima, y de manera desastrosa.
¿Hasta qué punto debe la política por el clima girar en torno al conocimiento? Este tipo de política del conocimiento apela a una posición de clase concreta: la clase profesional. Y la defino, en un sentido amplio, como la gente que tiene títulos, diplomas y otras credenciales en el mercado de la fuerza de trabajo. McKibben y su “grupo de amigos de la universidad” son un claro ejemplo de que esta clase conforma el núcleo del movimiento por el clima: científicos, periodistas y estudiantes universitarios. La clase profesional es producto de las geografías de la acumulación del capital, que han ido cambiando con el tiempo, y en las que el conocimiento se convirtió en la vía de acceso a un medio de subsistencia seguro en mitad de la desindustrialización y el declive del poder de la clase trabajadora. La economía del conocimiento se sostiene sobre el carácter fundamental de la formación y los títulos, o credenciales, a la hora de definir los méritos personales para determinados tipos de trabajo. Pero, más allá del mercado laboral, la clase profesional también se reproduce en un entorno sociocultural que valora el conocimiento en general: estar al tanto de las noticias, investigar por cuenta propia y enterarse bien de las cosas.
No se puede desdeñar tampoco la importancia del mundo profesional de la “política”. Como señala Naomi Klein, un claro ejemplo de nefasta coincidencia temporal es que los científicos llegaran a un consenso sobre la gravedad del cambio climático justo en el mismo momento en que el poder político viraba hacia una ideología de libre mercado caracterizada por la desregulación y la austeridad, en la década de 1980. Aun así, a lo largo de esa época, los profesionales de las ONG y la política se aferraron al convencimiento de que el cambio climático se mitigaría con una serie de soluciones tecnocráticas y basadas en el mercado. Brad DeLong, un economista de centro, lo describe como un proyecto que aspira “a usar los medios del mercado para conseguir objetivos socialdemócratas”. Para ese tipo de tecnócrata, la lucha por el clima no es una lucha de poder por la producción material, sino una lucha de ideas y planes políticos lógicos. Quienes se dedicaban a la elaboración de políticas por el clima se dieron cuenta de que la derecha había ganado poder y creyeron que podían ser más listos que ella con unas elegantes medidas basadas en el mercado que animaran a revertir el cambio climático a gran escala. Qué equivocados estaban.
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